La Lección de Don Ernesto: Respeto, Consecuencias y Redención en un Colegio de Lima

—¡Apúrate, Lucía! ¡Que viene Don Ernesto! —me susurró Valeria, mientras yo terminaba de estampar la última marca de labial rojo en el espejo del baño de chicas.

El corazón me latía tan fuerte que sentía que todos podían oírlo. Era viernes, último recreo antes del examen de Historia, y la tensión en el colegio San Martín de Porres se podía cortar con cuchillo. Afuera, el bullicio de los chicos jugando fútbol en el patio contrastaba con el silencio cómplice que reinaba entre nosotras.

—¿Y si nos descubre? —pregunté, limpiándome las manos con nerviosismo.

—No seas cobarde, Lucía. Es solo una broma. Además, ¿qué puede hacer un conserje como él? —replicó Valeria, rodando los ojos.

No respondí. Miré mi reflejo distorsionado entre las manchas de labial y sentí una punzada de culpa. Pero la presión de mis amigas era más fuerte que mi conciencia. Salimos corriendo justo cuando Don Ernesto entraba, balde y trapo en mano. Nos miró con esos ojos cansados, llenos de historias que nunca nos interesó escuchar.

Esa noche, mientras cenábamos en casa, mi mamá me preguntó cómo me había ido en el colegio. Yo solo murmuré un «bien» y me encerré en mi cuarto. No podía dejar de pensar en la cara de Don Ernesto. ¿Por qué me sentía tan mal si solo era una broma?

El lunes siguiente, la directora, la señora Ramírez, nos llamó a todas las chicas del tercer año a su oficina. El ambiente era tenso; nadie se atrevía a mirarla a los ojos.

—Se ha producido un incidente grave —comenzó—. Alguien ha estado ensuciando los espejos del baño con labial. Don Ernesto tuvo que quedarse hasta tarde limpiando y perdió el bus para regresar a su casa en Villa El Salvador. Caminó más de dos horas bajo la lluvia.

Sentí un nudo en la garganta. Nadie decía nada. Valeria me miró como diciendo «no digas nada». Yo bajé la cabeza.

—Quiero que reflexionen sobre sus actos —continuó la directora—. No solo es una falta de respeto hacia el colegio, sino hacia una persona que trabaja duro para que ustedes tengan un lugar limpio y seguro.

Esa tarde, al salir del colegio, vi a Don Ernesto sentado en una banca, masajeándose los pies cansados. Me acerqué sin saber muy bien qué decir.

—Disculpe… ¿le duele mucho? —pregunté tímidamente.

Él me miró sorprendido y esbozó una sonrisa triste.

—No te preocupes, hija. Uno se acostumbra al cansancio —respondió con voz suave.

Me sentí aún peor. Quise decirle la verdad, confesarle que yo había sido parte de la broma, pero las palabras no salían.

Esa noche no pude dormir. Pensé en mi papá, que también trabajaba largas horas como taxista para que yo pudiera estudiar en ese colegio privado. Pensé en lo injusto que era juzgar a alguien por su uniforme o su trabajo.

Al día siguiente, la directora anunció que quien confesara recibiría una sanción menor. Nadie habló. El silencio era un grito ensordecedor.

Pasaron los días y el ambiente se volvió pesado. Don Ernesto ya no saludaba como antes; sus pasos eran más lentos y su mirada más apagada. Un día no vino al colegio. La noticia corrió rápido: había enfermado por caminar bajo la lluvia aquella noche.

La culpa me carcomía por dentro. No podía seguir callando. Fui a la oficina de la directora y confesé todo: mi participación, la presión de mis amigas, mi arrepentimiento.

La sanción fue limpiar los baños durante dos semanas junto a Don Ernesto cuando regresara. Mis amigas me dieron la espalda; Valeria me llamó traidora.

El primer día de castigo fue humillante. Los chicos se burlaban; las profesoras me miraban con decepción. Pero Don Ernesto nunca me reprochó nada. Me enseñó cómo limpiar los espejos sin dejar marcas y cómo usar el balde para no desperdiciar agua.

—¿Por qué no me odia? —le pregunté un día, incapaz de contener las lágrimas.

Él suspiró y apoyó una mano en mi hombro.

—Porque todos cometemos errores, Lucía. Lo importante es aprender de ellos y no repetirlos —me dijo con una ternura que me desarmó.

Poco a poco empecé a ver a Don Ernesto como algo más que «el conserje». Me contó sobre sus hijos, sobre cómo había dejado su pueblo en Ayacucho buscando un futuro mejor para ellos. Me habló de su esposa fallecida y de sus sueños para sus nietos.

Al final de las dos semanas, ya no me importaba lo que pensaran mis amigas. Había aprendido más junto a Don Ernesto que en todas las clases del colegio juntas.

Un viernes, antes de irse, me regaló una pequeña pulsera tejida por su hija.

—Para que recuerdes siempre que todos merecemos respeto —me dijo.

Ese día llegué a casa y le conté todo a mi mamá entre lágrimas y sollozos. Ella me abrazó fuerte y me dijo que estaba orgullosa de mí por haber enfrentado las consecuencias de mis actos.

Con el tiempo, logré recuperar algunas amistades y gané otras nuevas. Pero lo más importante fue que aprendí a mirar más allá de los uniformes y las apariencias.

Hoy, años después, cada vez que veo a alguien limpiando una calle o sirviendo una mesa, recuerdo a Don Ernesto y su lección de humildad y perdón.

A veces me pregunto: ¿Cuántas veces juzgamos sin conocer? ¿Cuántas oportunidades perdemos por no atrevernos a pedir perdón? ¿Y tú? ¿Te has detenido alguna vez a mirar el rostro de quienes hacen posible tu día a día?