Mi mejor amiga se casó con mi exesposo y me dejó sola cuando más la necesitaba
—¿Así que ahora son pareja? —pregunté, con la voz quebrada, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes de la cocina. Valeria bajó la mirada, incapaz de sostenerme la vista. Julián, mi exesposo, ni siquiera se dignó a responderme. Sentí que el mundo se me venía abajo.
Nunca imaginé que la mujer que fue mi confidente desde el colegio, la que conocía mis secretos más oscuros y mis sueños más íntimos, terminaría casándose con el hombre que me prometió amor eterno. Mi nombre es Camila, tengo 38 años y vivo en Medellín. Mi historia no es diferente a la de muchas mujeres en Latinoamérica: luché por mi familia, por mi hijo Benjamín, y por mantenerme a flote en un país donde ser madre soltera es una batalla diaria.
Todo comenzó hace tres años, cuando Julián y yo finalmente aceptamos que nuestro matrimonio no daba para más. Las peleas eran constantes, los silencios aún más dolorosos. Benjamín, nuestro hijo de 15 años, era lo único que nos mantenía unidos. Cuando firmamos el divorcio, sentí alivio y miedo a la vez. Pero nunca pensé que Valeria, mi mejor amiga desde el colegio San José, sería quien llenaría el vacío que yo dejé en la vida de Julián.
Valeria siempre estuvo ahí para mí. Cuando mi mamá enfermó de cáncer, ella fue quien me acompañó al hospital y me sostuvo la mano cuando recibimos la noticia fatal. Cuando Benjamín nació prematuro y pasó semanas en incubadora, Valeria dormía en una silla junto a mí. Por eso, cuando empecé a notar que ella y Julián se escribían mensajes a deshoras o se reían de chistes privados en las reuniones familiares, quise pensar que era solo paranoia mía.
Pero esa tarde en la cocina, cuando los enfrenté con el corazón en la mano, supe que no era imaginación. —No fue planeado, Cami —susurró Valeria—. Las cosas simplemente pasaron. Julián se acercó a mí cuando tú y él ya estaban separados… Yo no quería lastimarte.
Me sentí traicionada por ambos. En Medellín, donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que los buses del metro, pronto toda la familia y los amigos supieron lo que había pasado. Mi tía Rosa dejó de hablarme porque pensaba que yo era una exagerada; mis primas cuchicheaban a mis espaldas; incluso en el trabajo sentía las miradas de lástima o juicio.
Pero lo peor fue Benjamín. Mi hijo empezó a encerrarse en su cuarto, a contestarme con monosílabos y a rechazar cualquier intento mío de acercamiento. —No entiendo por qué tienes tanto drama —me dijo una noche—. Papá tiene derecho a rehacer su vida…
Me dolió escuchar eso de él. ¿Acaso nadie entendía lo que sentía? ¿Acaso nadie veía lo injusto que era todo esto? Me sentí sola como nunca antes.
Pasaron los meses y Valeria se mudó con Julián a un apartamento en El Poblado. Dejaron de invitarme a las reuniones del grupo de amigas; incluso algunas dejaron de responder mis mensajes. La soledad se volvió mi única compañía. Empecé a trabajar horas extras como contadora para poder pagar el arriendo y los gastos de Benjamín. Las noches eran largas y frías; lloraba en silencio para no preocupar a mi hijo.
Un día recibí una llamada inesperada. Era Valeria. —Cami… necesito hablar contigo —dijo con voz temblorosa—. Es urgente.
Por un momento pensé que quería disculparse o explicarme algo. Nos encontramos en un café del centro. Ella llegó tarde y con los ojos hinchados de llorar.
—Julián me fue infiel —confesó—. No sé qué hacer…
Sentí una mezcla de rabia y compasión. ¿Cómo podía venir a buscarme ahora? ¿Después de todo lo que me hizo? Pero no pude evitar sentir lástima por ella; después de todo, yo también había pasado por ese dolor.
—Valeria, yo te advertí cómo era Julián —le dije—. Pero tú elegiste tu camino…
Ella lloró desconsolada y me pidió perdón por todo lo que había pasado entre nosotras. Pero algo dentro de mí ya se había roto para siempre.
A partir de ese día decidí enfocarme solo en Benjamín y en mí misma. Empecé terapia psicológica para sanar mis heridas y aprendí a disfrutar mi propia compañía. Poco a poco, Benjamín empezó a abrirse conmigo otra vez; hablamos de sus problemas en el colegio, de sus sueños y miedos. Me di cuenta de que tenía que ser fuerte por él y por mí.
Hoy miro atrás y veo cuánto he crecido. Ya no guardo rencor ni odio; aprendí que las personas pueden fallarnos, incluso las más cercanas. Pero también aprendí que la vida sigue y que siempre hay esperanza para empezar de nuevo.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han pasado por algo parecido? ¿Cuántas han sentido esa soledad profunda tras una traición? ¿Qué harían ustedes si su mejor amiga les hiciera lo mismo? Los leo…