Cuidar a Isabella: ¿Trabajo o Amor?
—¿Otra vez arroz con huevo, Mariana? —me preguntó Daniel, mi esposo, mientras dejaba su portafolio sobre la mesa y miraba el plato con una mezcla de resignación y fastidio.
Sentí que la sangre me subía a la cara. No era solo el arroz con huevo; era todo. Era el cansancio acumulado, las ojeras que ya no se iban ni con corrector, el llanto de Isabella que no cesaba desde hacía una hora, y la sensación de que mi vida se había reducido a limpiar, cocinar y calmar berrinches.
—¿Y qué querías que hiciera? —le respondí, tratando de no alzar la voz porque Isabella estaba en la sala viendo su caricatura favorita—. No tuve tiempo de ir al mercado. Apenas pude bañarme hoy.
Daniel suspiró y se sentó frente al televisor, ignorando mi respuesta. Sentí un nudo en la garganta. Antes de casarnos, nunca hablamos de hijos. Yo pensaba que eso era algo lejano, casi ajeno a nuestra realidad. Pero después de seis meses de matrimonio, Daniel empezó a hablar de niños como si fuera lo más natural del mundo. Yo no me opuse; al contrario, me ilusioné con la idea de una familia.
Pero nadie me advirtió que ser madre en México era tan solitario. Mi mamá vive en Veracruz y solo puede visitarnos una vez al año. Las amigas que tenía antes del embarazo ahora solo me mandan memes por WhatsApp. Y Daniel… Daniel llega cansado del trabajo y apenas me pregunta cómo estoy.
Una noche, después de acostar a Isabella, me senté frente a la computadora y busqué: «¿Cuánto cuesta una niñera en Ciudad de México?». Me sorprendí al ver los precios. «¿Y si le cobro a Daniel por cuidar a nuestra hija?», pensé entre risas y lágrimas.
Al día siguiente, cuando Daniel llegó del trabajo, lo esperé en la cocina con una hoja en la mano.
—¿Qué es eso? —me preguntó.
—Un presupuesto —le dije—. Si quieres que siga cuidando a Isabella como hasta ahora, quiero que me pagues lo mismo que le pagarías a una niñera: $5,000 pesos al mes.
Daniel se quedó callado unos segundos y luego soltó una carcajada.
—¿Estás loca? —me dijo—. ¡Eres su mamá! Eso no es un trabajo, es tu obligación.
Sentí que algo dentro de mí se rompía. ¿Mi obligación? ¿Acaso yo no tenía derecho a sentirme cansada, frustrada o invisible?
Esa noche no pude dormir. Recordé cuando trabajaba en la agencia de publicidad y me sentía útil, valorada. Ahora, mi único reconocimiento era un «gracias» apurado o un beso distraído.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Daniel y yo apenas nos hablábamos. Yo seguía haciendo todo: lavar, planchar, cocinar, jugar con Isabella, enseñarle los colores y las letras… pero cada vez sentía más rabia.
Un sábado por la tarde, mientras Isabella dormía la siesta, exploté.
—¿Sabes qué, Daniel? Estoy harta. Siento que todo lo que hago aquí no vale nada para ti. Si tuviera un trabajo afuera, al menos me pagarían por mi tiempo y mi esfuerzo.
Daniel me miró sorprendido.
—No digas eso… Yo valoro lo que haces, pero…
—¿Pero qué? —lo interrumpí—. ¿Porque soy mujer tengo que hacerlo gratis? ¿Porque soy su mamá no tengo derecho a sentirme agotada?
Daniel guardó silencio. Por primera vez lo vi dudar.
Esa noche hablamos largo y tendido. Le expliqué cómo me sentía: invisible, sola, atrapada en una rutina sin fin. Le conté del presupuesto y de cómo había calculado hasta el último peso de lo que costaría contratar a alguien para hacer lo que yo hacía todos los días.
Daniel se quedó pensativo.
—Nunca lo había visto así —me dijo finalmente—. Perdón si te hice sentir menos… Es solo que yo también estoy cansado y pensé que esto era lo normal.
—¿Normal para quién? —le pregunté—. ¿Para los hombres que salen a trabajar y esperan que todo esté listo cuando llegan? ¿O para las mujeres que dejamos nuestros sueños para cuidar a los hijos?
Esa noche lloramos juntos. Por primera vez en mucho tiempo sentí que Daniel me escuchaba de verdad.
Al día siguiente, Daniel se levantó temprano y preparó el desayuno. Jugó con Isabella mientras yo dormía una hora más. Después me abrazó y me dijo:
—Vamos a buscar una guardería para Isabella unas horas al día. Y tú… tú vas a volver a trabajar si quieres.
No fue fácil. La culpa me carcomía cada vez que dejaba a Isabella en la guardería. Pero poco a poco fui recuperando mi vida, mi autoestima… y también mi matrimonio.
Hoy Isabella tiene cinco años y va al kínder. Daniel y yo seguimos aprendiendo juntos cómo ser padres y pareja al mismo tiempo. A veces discutimos por tonterías; otras veces nos reímos hasta las lágrimas recordando aquellos días oscuros.
Pero nunca olvido esa sensación de invisibilidad, ese dolor silencioso de sentir que todo lo que hacía no valía nada porque «era mi obligación».
Ahora sé que el amor no se mide en pesos ni en horas trabajadas… pero también sé que merezco ser vista, escuchada y valorada.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que su esfuerzo en casa no cuenta? ¿Hasta cuándo vamos a seguir creyendo que cuidar a los hijos es solo «obligación» de las mujeres?