Entre el Amor de Madre y el Dolor de Soltar: La Historia de Emiliano y Lucía

—¡Mamá, ya tomé la decisión!—. La voz de Emiliano retumbó en la cocina, mientras yo apretaba el cuchillo sobre la tabla de picar cebolla. Sentí que el aire se volvía denso, como si la humedad de la tarde se hubiera colado en mis pulmones. Me giré despacio, con las manos temblorosas y la mirada fija en sus ojos, esos ojos que tanto me costó ver nacer.

Emiliano era mi milagro. Después de años de tratamientos, de rezos en la iglesia de San Judas Tadeo, de promesas incumplidas y lágrimas escondidas bajo la almohada, llegó cuando yo ya había dejado de soñar. Tenía 41 años cuando lo tuve entre mis brazos por primera vez, y desde entonces, cada latido suyo era mi razón de vivir.

Pero ahora, a sus 22 años, me decía que quería casarse con Lucía, la hija de nuestros vecinos. Lucía, con su sonrisa fácil y su risa escandalosa, la niña a la que vi crecer jugando en la calle con los demás chicos del barrio. La misma que, según los chismes de las vecinas, había dejado la universidad y trabajaba en una tienda del centro para ayudar a su mamá enferma.

—¿Estás seguro, Emiliano?— pregunté, tratando de mantener la voz firme.

—Sí, mamá. Lucía es todo para mí. Quiero hacer las cosas bien, quiero formar una familia con ella.

Sentí un nudo en el estómago. No era que no quisiera a Lucía; la conocía desde pequeña y siempre fue educada conmigo. Pero no era lo que soñé para mi hijo. Yo quería que Emiliano terminara su carrera de ingeniería, que viajara, que conociera el mundo antes de atarse a una vida tan difícil como la nuestra. Quería que tuviera opciones, que no repitiera los sacrificios que yo hice por amor.

Esa noche, cuando mi esposo Javier llegó del trabajo, le conté lo sucedido. Él se quedó callado un momento, mirando su plato de arroz con frijoles como si buscara respuestas entre los granos.

—Es su vida, Teresa —dijo al fin—. No podemos vivirla por él.

—Pero es tan joven… y Lucía… ¿qué futuro les espera? Apenas tienen para salir adelante.

Javier suspiró y me tomó la mano. —¿Recuerdas cuando nos casamos? Nadie apostaba por nosotros tampoco.

Me mordí el labio para no llorar. No era lo mismo. Nosotros luchamos mucho, sí, pero yo quería algo mejor para Emiliano. ¿Eso era egoísmo o amor?

Los días siguientes fueron un desfile de emociones encontradas. Emiliano y Lucía venían a casa casi todas las tardes. Ella traía pan dulce o tamales que preparaba con su mamá; él la miraba como si fuera el sol después de una tormenta. Yo los observaba desde la cocina, fingiendo estar ocupada mientras escuchaba sus risas mezcladas con el ruido del televisor viejo.

Una tarde, Lucía se quedó a ayudarme a lavar los platos.

—Señora Teresa… sé que usted tiene dudas sobre mí —dijo sin mirarme directamente—. Pero quiero mucho a Emiliano. No le voy a fallar.

Me quedé callada un momento. Vi sus manos ásperas por el trabajo y sus uñas cortas sin esmalte.

—No es fácil ser madre —le respondí—. Uno siempre quiere lo mejor para sus hijos.

Ella asintió y siguió lavando en silencio. Sentí culpa por mi frialdad, pero también miedo: miedo a perder a mi hijo, miedo a que sufriera por amor como yo sufrí tantas veces.

La noticia del compromiso corrió como pólvora por el barrio. Mi hermana Marta vino a visitarme solo para decirme:

—¿De verdad vas a dejar que Emiliano se case tan joven? Esa muchacha no tiene futuro…

Me dolió escucharla porque era exactamente lo que yo pensaba pero no me atrevía a decir en voz alta.

Una noche, después de cenar, Emiliano se sentó conmigo en el patio.

—Mamá… ¿por qué no puedes alegrarte por mí? ¿Por qué siempre crees que voy a fracasar?

Sentí las lágrimas quemándome los ojos.

—No es eso, hijo… Es que te amo tanto que me da miedo verte sufrir. Yo sé lo duro que es empezar desde abajo…

Él me abrazó fuerte.

—Déjame intentarlo, mamá. Si me caigo, tú me ayudas a levantarme… ¿no?

No supe qué decirle. Solo lo abracé más fuerte y recé en silencio para que la vida no le fuera tan dura como lo fue conmigo.

El día del compromiso fue sencillo: una comida en el patio de Lucía con las dos familias reunidas. Hubo risas nerviosas y miradas incómodas. La mamá de Lucía lloró al brindar por los novios; yo apenas pude sonreír para las fotos.

Esa noche no dormí. Me senté en la cama mirando las fotos viejas de Emiliano: su primer día de escuela, su graduación del bachillerato, su sonrisa sin dientes cuando era niño. ¿En qué momento creció tanto? ¿En qué momento dejé de ser el centro de su mundo?

Hoy escribo esto mientras escucho a Emiliano hablar por teléfono con Lucía sobre los planes para su boda sencilla en la iglesia del barrio. Mi corazón sigue dividido entre el orgullo y el miedo. Sé que debo soltarlo, pero ¿cómo se aprende a dejar ir al hijo que fue tu milagro?

¿Será egoísmo querer protegerlo tanto? ¿O será simplemente amor de madre? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?