Cenizas de un Amor: Entre Lazos y Ausencias
—¿Por qué ya no me mirás igual, Andrés? —le pregunté, con la voz quebrada, mientras el vapor del café empañaba la ventana de nuestra pequeña cocina en Medellín.
Él no respondió. Solo apretó los labios y siguió revolviendo su taza, como si el azúcar pudiera endulzar lo amargo que se había vuelto nuestro silencio. Afuera, la lluvia golpeaba el tejado con esa furia tan típica de las tardes de junio. Yo sentía que cada gota era una palabra no dicha, un reproche ahogado.
No siempre fue así. Cuando conocí a Andrés en la universidad, era el hombre que todas mis amigas envidiaban: atento, cariñoso, capaz de cruzar media ciudad solo para traerme empanadas de mi puesto favorito. Mi mamá, doña Teresa, decía que era un «partido» y mi papá, don Álvaro, lo invitaba a ver los partidos del Nacional como si ya fuera su hijo.
Pero el tiempo, ese enemigo silencioso, empezó a colarse entre nosotros. Primero fue la rutina: los turnos dobles en la clínica donde trabajo como enfermera, las noches en las que Andrés llegaba tarde de la oficina, oliendo a cigarrillo y cansancio. Después vinieron los problemas familiares. Mi hermana menor, Valeria, quedó embarazada a los diecisiete y mi mamá se volcó en ella, dejando a un lado todo lo demás, incluso a mí. Andrés intentó ser mi apoyo, pero yo sentía que cada vez estaba más lejos.
Una noche, mientras doblaba la ropa en silencio, escuché a Andrés hablando por teléfono en el balcón. Su voz era baja, casi un susurro:
—No puedo seguir así… Sí, yo también te extraño.
Sentí un frío recorrerme la espalda. No quise escuchar más. Me metí al baño y me miré al espejo: ojeras profundas, piel cansada, una tristeza que no sabía cuándo se había instalado en mi rostro.
Al día siguiente, intenté hablar con él.
—¿Hay alguien más? —le pregunté sin rodeos.
Andrés me miró con esos ojos oscuros que antes me hacían sentir segura.
—No es eso… Es solo que siento que ya no somos los mismos. Todo cambió desde que tu familia empezó a necesitarte tanto. Yo también me siento solo aquí.
Me dolió escucharlo, pero tenía razón. Mi familia siempre ha sido una carga y un refugio. Cuando Valeria tuvo a su bebé prematuro, pasé noches enteras en el hospital con ella. Andrés se quedó solo en casa, cenando arepas frías y viendo series sin compañía. Mi papá perdió el trabajo y empecé a enviarle dinero cada mes. Andrés nunca se quejó abiertamente, pero su mirada se fue apagando poco a poco.
Una tarde, mientras lavaba los platos, mi mamá llamó llorando: mi papá había tenido una crisis nerviosa por las deudas. Corrí a su casa sin pensarlo dos veces. Cuando volví esa noche, Andrés ya dormía en el sofá. En ese momento supe que algo se había roto entre nosotros.
Las discusiones se volvieron frecuentes. Él me reclamaba por estar siempre ausente; yo le reprochaba su falta de comprensión. Una noche explotamos:
—¡No puedo seguir compitiendo con tu familia! —gritó Andrés.
—¡Ellos me necesitan! ¡Tú sabías cómo era mi vida antes de casarnos!
—¿Y yo? ¿Cuándo te vas a dar cuenta de que yo también existo?
Me quedé callada. No tenía respuesta.
Los días pasaron como una película en blanco y negro. Dormíamos espalda con espalda. Apenas nos hablábamos para lo indispensable: “¿Vas a cenar?”, “¿Pagaste la luz?”.
Una tarde de domingo, mientras ayudaba a Valeria con el bebé, recibí un mensaje de Andrés: “Tenemos que hablar”. Sentí un nudo en el estómago.
Cuando llegué a casa, él ya tenía una maleta lista.
—Me voy unos días donde mi mamá —dijo sin mirarme—. Necesito pensar.
No lloré. Solo asentí y cerré la puerta tras él. Me senté en el suelo de la sala y lloré hasta quedarme dormida.
Los días siguientes fueron una mezcla de alivio y dolor. Por primera vez en años tenía tiempo para mí misma, pero también sentía un vacío insoportable. Mis amigas me decían que saliera, que buscara distraerme. Pero yo solo quería entender en qué momento dejamos de ser nosotros para convertirnos en dos extraños bajo el mismo techo.
Un mes después, Andrés volvió para recoger sus cosas definitivas. Nos sentamos frente a frente en la mesa del comedor.
—Lo intentamos —dijo él—. Pero creo que ya no hay nada que salvar.
Yo asentí en silencio. No tenía fuerzas para discutir más.
Esa noche fui a casa de mis papás y abracé fuerte a mi mamá. Ella me miró con tristeza:
—A veces hay amores que no resisten todo, mija…
Ahora han pasado seis meses desde que Andrés se fue. Sigo trabajando en la clínica y ayudando a mi familia como puedo. Valeria está terminando el colegio nocturno y mi papá consiguió un empleo como vigilante. A veces extraño a Andrés con una nostalgia dulce y amarga; otras veces agradezco haber recuperado mi espacio y mi paz.
He aprendido que en Latinoamérica las mujeres cargamos con demasiadas expectativas: ser buenas hijas, buenas hermanas, buenas esposas… Pero nadie nos enseña cómo cuidarnos a nosotras mismas cuando todo se desmorona.
A veces me pregunto si hice bien en priorizar a mi familia sobre mi matrimonio o si simplemente era inevitable que nuestro amor se apagara bajo tanto peso ajeno. ¿Ustedes qué harían? ¿Hasta dónde llegarían por los suyos antes de perderse a sí mismos?