Entre Comparaciones y Sombras: La Historia de Mariana

—¿Por qué no puedes ser más como Valeria? Ella sí sabía cómo llevarse bien con mi mamá —me soltó Julián una noche, mientras yo recogía los platos de la cena en la casa de su madre, en pleno barrio Palermo de Buenos Aires.

Sentí el golpe seco de sus palabras en el pecho. Mi suegra, doña Teresa, apenas levantó la vista de su sopa, pero no pude evitar notar el destello de satisfacción en sus ojos. No era la primera vez que escuchaba esa comparación, pero esa noche, después de un día agotador en la oficina y una discusión previa sobre el dinero que no alcanzaba para pagar la luz, me dolió más que nunca.

—No soy Valeria —le respondí en voz baja, tratando de que mi voz no temblara.

Julián suspiró, como si yo fuera una carga. —Eso ya lo sé, Mariana. Pero podrías intentarlo un poco más. Ella siempre ayudaba a mamá con todo, nunca se quejaba.

Me quedé callada. ¿Cómo explicarle que cada vez que intentaba acercarme a doña Teresa, ella me respondía con monosílabos o críticas veladas? «La salsa te quedó muy salada», «Valeria hacía las empanadas mejor». Yo no era Valeria, ni quería serlo. Pero parecía que nadie en esa casa podía aceptarlo.

Esa noche, al llegar a nuestro departamento diminuto en Caballito, me encerré en el baño y lloré en silencio. Me pregunté si alguna vez sería suficiente para Julián o para su familia. Recordé cómo mi propia madre me había advertido: «Mariana, los fantasmas del pasado pesan más que los vivos». No le hice caso entonces. Pensé que el amor podía con todo.

Al día siguiente, mientras preparaba café antes de irme al trabajo, Julián apareció en la cocina.

—¿Vas a seguir enojada? —preguntó sin mirarme.

—No estoy enojada —mentí—. Solo estoy cansada.

Él se encogió de hombros y salió sin despedirse. Me quedé mirando el café burbujear y pensé en lo sola que me sentía. En la oficina, mis compañeras hablaban de sus planes para el fin de semana, pero yo solo pensaba en cómo evitar otra cena familiar donde sería comparada con la mujer perfecta que nunca conocí.

Un viernes, después de una semana especialmente dura —el jefe gritándome por un error ajeno, la plata que no alcanzaba ni para cargar la SUBE— Julián me llamó al trabajo:

—Mi mamá quiere que vayamos a cenar el domingo. Dice que va a hacer tu comida favorita.

Sentí una punzada de desconfianza. La última vez que doña Teresa «me agasajó», terminó preguntándome si no pensaba aprender a cocinar como Valeria.

—No sé si puedo ir —dije—. Tengo mucho trabajo atrasado.

Julián bufó.—Siempre tienes una excusa. Valeria nunca le decía que no a mamá.

Colgué antes de decir algo de lo que me arrepintiera. Esa noche, mientras lavaba los platos, recordé la primera vez que conocí a doña Teresa. Me miró de arriba abajo y dijo: «Sos muy distinta a Valeria». Pensé que era un comentario sin importancia. Ahora veía que era una sentencia.

Los días pasaron y las comparaciones se volvieron más frecuentes. Si discutíamos por dinero, Julián decía: «Valeria sabía ahorrar». Si me enfermaba y no podía ir a trabajar: «Valeria nunca faltaba al trabajo». Hasta cuando reía fuerte viendo una novela mexicana en la tele: «Valeria tenía una risa más suave».

Una tarde, después de otra discusión absurda —esta vez porque olvidé comprar pan— Julián me gritó:

—¡No entiendo por qué no puedes ser como ella! ¡Todo era más fácil antes!

Me quedé helada. Sentí que algo dentro mío se rompía. Salí del departamento y caminé sin rumbo por las calles llenas de jacarandás florecidos. Llamé a mi amiga Lucía y le conté todo entre sollozos.

—Mariana —me dijo—, vos valés mucho más que esas comparaciones. Nadie merece vivir bajo la sombra de otra persona.

Esa noche dormí en su casa. Al día siguiente volví al departamento y encontré a Julián sentado en el sillón, mirando fotos viejas en su celular.

—¿Volviste? —preguntó sin emoción.

Me senté frente a él y respiré hondo.

—Julián, ¿alguna vez vas a dejar de compararme con Valeria?

Él bajó la mirada.—No lo sé… Es que ella era parte de mi vida mucho tiempo.

—¿Y yo? ¿No merezco ser amada por quien soy?

El silencio fue la respuesta más dolorosa.

Esa noche hice mi valija y me fui. Lloré mucho, pero también sentí alivio. Por primera vez en años, respiré hondo sin sentirme juzgada.

Hoy vivo sola en un departamento pequeño en Almagro. Aprendí a cocinar empanadas a mi manera y me río fuerte cuando quiero. A veces me pregunto si Julián alguna vez entendió lo que perdió por vivir atado al pasado.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos definan las comparaciones? ¿Cuántas Marianas hay allá afuera viviendo bajo sombras ajenas? Los leo.