Entre el Silencio y el Grito: La Historia de un Padre en Lucha

—¿Por qué insistes tanto, Julián?— me preguntó mi madre, con ese tono entre cansado y resignado que solo las abuelas saben usar. —Los niños siempre están mejor con su mamá. Así ha sido siempre.

Me quedé mirando el pocillo de café, las manos temblorosas. Afuera, la lluvia golpeaba el tejado de la casa en Medellín como si quisiera entrar y mojarlo todo. Pero lo que más me dolía no era el aguacero, sino la certeza de que nadie entendía mi lucha. No era solo por mí; era por Camila, mi hija de siete años, la única razón por la que seguía respirando después del divorcio con Mariana.

La noche en que Mariana me dijo que se iba, sentí que el mundo se partía en dos. —No puedo más, Julián. No soy feliz—. Su voz era un susurro, pero sus palabras retumbaban como truenos en mi pecho. Me quedé callado, porque sabía que no había nada que pudiera decir para detenerla. Pero cuando mencionó llevarse a Camila a Cali con su nueva pareja, sentí que me arrancaban el alma.

—¿Y yo? ¿Y mi hija?— pregunté, la voz quebrada.

—Eres buen papá, pero una niña necesita a su mamá— respondió Mariana, sin mirarme a los ojos.

Ahí empezó mi guerra. Una guerra silenciosa contra abogados, jueces y, sobre todo, contra los prejuicios de mi propia familia. Mi hermana Lucía fue la única que me apoyó desde el principio. —No te dejes, Julián. Camila te necesita tanto como a Mariana— me decía mientras me ayudaba a preparar los papeles para la demanda de custodia compartida.

Pero el resto… El resto me miraba como si estuviera loco. —¿Un hombre criando solo a una niña? Eso no es natural— murmuraba mi tía Rosa cada vez que venía a visitarnos. Incluso mis amigos del barrio me decían que lo mejor era dejar ir a Camila y rehacer mi vida. Pero ¿cómo se rehace una vida cuando te quitan lo único que te da sentido?

Las audiencias fueron un calvario. Mariana tenía buenos argumentos: era madre, tenía trabajo estable y una red de apoyo en Cali. Yo era solo un profesor de literatura con horarios flexibles y una madre anciana a quien cuidar. Pero nadie preguntó cómo era Camila conmigo. Nadie vio las noches en que le leía cuentos hasta quedarse dormida o las mañanas en que le preparaba arepas con queso mientras bailábamos salsa en la cocina.

Un día, después de una audiencia especialmente dura, Camila me preguntó:

—¿Por qué tengo que irme con mamá si yo quiero estar contigo?

No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte y le prometí que haría todo lo posible para que pudiera quedarse conmigo.

La presión social era brutal. En el colegio de Camila, las otras madres me miraban con lástima o desconfianza cuando iba a recogerla. Una vez escuché a una decir: —Pobre niña, seguro le falta el cariño de una mujer—. No sabían nada de nosotros, pero ya nos habían juzgado.

Mi madre seguía insistiendo:

—Julián, deja eso así. No puedes luchar contra el mundo.

Pero yo sí podía. Y lo hice.

El día del fallo fue uno de los más largos de mi vida. El juez habló durante minutos eternos sobre el bienestar infantil, la importancia de la madre y la estabilidad emocional. Sentí que todo estaba perdido hasta que escuché:

—Sin embargo, este tribunal reconoce el vínculo especial entre Camila y su padre…

Me dieron la custodia compartida. No fue la victoria absoluta que soñaba, pero sí una pequeña luz en medio de tanta oscuridad.

Los meses siguientes fueron duros. Mariana se fue a Cali y Camila empezó a dividir su tiempo entre nosotros. Cada despedida era un desgarro; cada reencuentro, una fiesta silenciosa en nuestro pequeño apartamento lleno de libros y dibujos pegados en las paredes.

Pero los problemas no terminaron ahí. Mariana empezó a llamarme a cualquier hora para criticar cómo vestía a Camila o qué comida le daba. —No sabes peinarla, Julián. No sabes ser mamá— me decía por teléfono mientras yo trataba de no gritarle delante de nuestra hija.

A veces sentía que iba a colapsar. Que tal vez todos tenían razón y yo no era suficiente para Camila. Pero entonces ella venía corriendo después del colegio y me abrazaba fuerte, diciéndome: —Papá, eres el mejor del mundo— y todo valía la pena.

Un día, Camila llegó llorando porque una compañera le dijo que las niñas sin mamá eran tristes y solas. Esa noche lloramos juntos en la cama y le prometí que nunca estaría sola mientras yo viviera.

Hoy han pasado tres años desde aquel fallo judicial. Camila es una adolescente rebelde y brillante; discutimos por tonterías y reímos por cualquier cosa. Mariana sigue en Cali y nuestra relación es tensa pero cordial por el bien de nuestra hija.

A veces me pregunto si hice lo correcto al desafiarlo todo por quedarme con Camila. La sociedad aún mira raro a los padres solteros; aún hay quienes creen que los hombres no podemos criar con amor y ternura.

Pero cuando veo a mi hija crecer fuerte y feliz, sé que valió la pena cada lágrima y cada pelea.

¿Hasta cuándo vamos a seguir creyendo que solo las madres pueden criar bien? ¿Cuántos niños más tienen que perder a sus padres por prejuicios absurdos? ¿Y tú qué piensas: los padres también merecemos luchar por nuestros hijos?