Quedarse Tarde: Una Historia de Evasión y Desprecio

—¿Otra vez vas a quedarte hasta tarde, Mariana?— La voz de mi jefe, don Ernesto, retumbó en el pasillo vacío mientras yo fingía buscar unos papeles en mi escritorio. No respondí de inmediato. Miré el reloj: eran las 9:47 de la noche y el edificio estaba casi desierto. Solo quedábamos él, la señora Rosa de limpieza, y yo.

—Sí, don Ernesto, todavía tengo que terminar el informe de ventas y ayudarle a Pablo con su presentación— mentí. En realidad, ya no tenía nada urgente que hacer. Pero la idea de volver a casa y enfrentar otra noche de silencio y desprecio me revolvía el estómago.

Mi esposo, Julián, solía esperarme con una sonrisa y un abrazo cuando llegaba tarde del trabajo. Pero desde hace un año, algo cambió. Ahora, cuando abro la puerta, lo único que escucho es el sonido del televisor y el tintinear de su vaso de whisky. Ni una palabra, ni una mirada. Solo indiferencia. Y si alguna vez se digna a hablarme, es para recordarme lo poco que valora lo que hago.

—¿Para qué trabajas tanto si igual no sirves para nada en esta casa?— me lanzó una noche, sin apartar la vista del partido de fútbol.

Esa frase me persiguió durante meses. Empecé a quedarme más tiempo en la oficina, ayudando a mis compañeros con sus proyectos, buscando cualquier excusa para no volver al departamento que compartimos en el centro de Monterrey. Mis amigas me decían que hablara con él, que no podía dejar que me tratara así. Pero yo solo asentía y cambiaba de tema.

Una noche, mientras revisaba unos archivos viejos para justificar mi presencia en la oficina, Pablo se acercó con dos cafés.

—Mariana, ¿todo bien?— preguntó con esa mirada sincera que siempre me incomodaba.

—Sí, solo estoy atrasada con unas cosas— respondí sin mirarlo.

—No tienes que quedarte siempre hasta tarde. Nadie te lo va a agradecer aquí— dijo en voz baja.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Por qué buscaba reconocimiento donde no lo iba a encontrar? ¿Por qué me aferraba a un matrimonio donde solo recibía desprecio?

Esa noche llegué a casa casi a la medianoche. Julián estaba dormido en el sillón, rodeado de latas vacías y ceniceros llenos. Caminé en puntillas hasta la recámara y me encerré en el baño. Me miré al espejo: ojeras profundas, piel opaca, ojos apagados. ¿En qué momento me convertí en una sombra?

Al día siguiente, mi madre me llamó desde Veracruz.

—Mija, te escuchas cansada. ¿Todo está bien con Julián?— preguntó con esa preocupación maternal que siempre logra romper mis defensas.

—Sí, mamá, solo mucho trabajo— mentí otra vez.

Pero ella no se dejó engañar.

—Mariana, no tienes por qué aguantar faltas de respeto. Tu papá nunca me habló así. Si necesitas venirte unos días para acá, aquí tienes tu casa.

Colgué con lágrimas en los ojos. ¿Por qué era tan difícil aceptar que mi matrimonio estaba roto? ¿Por qué prefería quedarme horas extras en la oficina antes que enfrentar la verdad?

Las semanas pasaron y mi salud empezó a resentirse. Dolores de cabeza constantes, insomnio, ansiedad. Un día, mientras ayudaba a Rosa a cargar unas cajas pesadas, sentí un mareo tan fuerte que tuve que sentarme en el suelo.

—Ay niña, ¿qué te pasa?— exclamó Rosa preocupada.

—Nada, solo estoy cansada— respondí débilmente.

Ella me miró con compasión y me ofreció un vaso de agua.

—No vale la pena enfermarse por gente que no te valora, ni aquí ni en tu casa— dijo con sabiduría de madre.

Esa noche decidí hablar con Julián. Llegué temprano por primera vez en meses. Lo encontré sentado en la mesa del comedor, revisando su celular.

—Julián, tenemos que hablar— dije con voz temblorosa.

Él ni siquiera levantó la vista.

—¿Ahora qué quieres?— murmuró molesto.

Me senté frente a él y respiré hondo.

—No puedo seguir así. No merezco tu desprecio ni tu indiferencia. He intentado salvar esto pero ya no puedo más.

Por primera vez en mucho tiempo, Julián me miró a los ojos. Vi en su rostro una mezcla de sorpresa y rabia.

—¿Y ahora te vas a hacer la víctima? Si te quieres ir, vete. A mí me da igual— escupió las palabras como veneno.

Sentí cómo se rompía algo dentro de mí. Me levanté despacio y fui al cuarto a empacar una maleta pequeña. No lloré. No grité. Solo sentí una paz extraña mientras salía del departamento y cerraba la puerta detrás de mí.

Esa noche dormí en casa de mi amiga Lucía. Al día siguiente pedí unos días libres en el trabajo y tomé un autobús rumbo a Veracruz. Mi mamá me recibió con los brazos abiertos y por primera vez en mucho tiempo sentí que podía respirar.

Han pasado tres meses desde esa noche. Poco a poco he ido recuperando mi vida y mi dignidad. Aprendí que quedarse tarde no soluciona los problemas; solo los aplaza. Y que nadie merece vivir donde no hay respeto ni amor.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más estarán quedándose tarde en sus trabajos para evitar volver a un hogar donde no son valoradas? ¿Cuántas veces más vamos a preferir el silencio antes que exigir respeto?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?