Deudas que No se Pagan: Cuando el Dinero Rompe la Familia
—¿Otra vez vas a comprar carne? —me espetó Estefanía, mi suegra, desde la puerta de la cocina, con ese tono que mezcla reproche y superioridad—. Mejor ahorra, hija, que la vida está dura.
Sentí cómo se me apretaba el pecho. No era la primera vez que me juzgaba por algo tan simple como comprar comida decente para mi familia. Pero lo que más me dolía era recordar que, hacía apenas dos meses, le habíamos prestado a Estefanía una suma que para nosotros era enorme: 150,000 pesos. Dinero que habíamos ahorrado con sacrificio, renunciando a vacaciones y a pequeños gustos. Todo porque Julián, mi esposo, me aseguró que su mamá nos lo devolvería en cuanto pudiera.
—Mamá, por favor —intervino Julián, intentando suavizar el ambiente—. Ya hablamos de esto.
Estefanía resopló y se fue al patio, dejando tras de sí el aroma de su perfume caro. Ese mismo perfume que días antes había comprado junto con un bolso de diseñador. Lo vi en sus redes sociales: “¡Por fin me consiento un poco!”, escribió bajo la foto del bolso reluciente. Sentí rabia y vergüenza. ¿Cómo podía darse esos lujos mientras nosotros contábamos los billetes para pagar la colegiatura de Camila?
Esa noche, mientras lavaba los platos, Julián se acercó por detrás y me abrazó. Sentí su respiración en mi cuello.
—No te preocupes, amor. Mi mamá va a pagar. Solo necesita tiempo.
Me solté de sus brazos.
—¿Tiempo? ¿Cuánto más? ¿Hasta que nosotros tengamos que pedirle prestado a alguien más? Julián, no es justo.
Él bajó la mirada. Sabía que tenía razón, pero también sabía lo difícil que era para él enfrentar a su madre. En nuestra cultura, la familia es sagrada, y cuestionar a los padres es casi un sacrilegio. Pero yo ya no podía más.
Al día siguiente, Camila llegó llorando del colegio.
—Mamá, me dijeron que no puedo ir al paseo porque no pagaron la cuota.
Sentí una punzada en el corazón. ¿Cómo explicarle a mi hija que el dinero que debía ser suyo estaba en manos de alguien que prefería comprarse lujos?
Esa noche hubo una tormenta eléctrica. El sonido de los truenos parecía acompañar mi angustia. Me senté en la sala con Julián.
—Tenemos que hablar con tu mamá —le dije—. Esto ya nos está afectando demasiado.
Julián asintió en silencio. Al día siguiente fuimos juntos a casa de Estefanía. Ella nos recibió con una sonrisa fingida y una taza de café colombiano recién hecho.
—¿Qué pasa, hijos? —preguntó, como si no supiera.
—Mamá —empezó Julián, titubeando—, necesitamos hablar del dinero que te prestamos.
Estefanía frunció el ceño.
—¿Otra vez con eso? Ya les dije que apenas pueda les pago. Pero entiendan que yo también tengo mis necesidades.
No pude más.
—¿Necesidades? ¿Como el bolso nuevo? ¿El perfume? ¿O las cenas en ese restaurante caro del centro?
Estefanía me miró como si yo fuera una extraña.
—¿Ahora me vas a decir en qué puedo gastar mi dinero? —su voz se elevó—. ¡Qué falta de respeto!
Julián intentó mediar:
—Mamá, solo queremos que cumplas tu palabra. Nosotros estamos apretados y Camila está sufriendo por esto.
Estefanía se levantó bruscamente.
—¡Pues si tanto les molesta, no me hubieran prestado nada! Yo no les pedí nada a la fuerza.
Salimos de su casa con el corazón hecho trizas. Julián lloró en silencio durante el camino de regreso. Yo sentí una mezcla de rabia e impotencia. ¿Cómo habíamos llegado a esto?
Las semanas pasaron y la tensión en casa creció. Empezamos a discutir por cualquier cosa: las cuentas sin pagar, las compras del supermercado, incluso por quién debía recoger a Camila del colegio. El dinero se había convertido en un monstruo invisible que devoraba nuestra paz.
Una tarde, mientras revisaba las cuentas, recibí un mensaje de Estefanía: “Hija, ¿me puedes ayudar con algo para el gas? Se me acabó y no tengo para recargar”.
No lo podía creer. Sentí ganas de gritarle todo lo que llevaba dentro, pero respiré hondo y le respondí: “Lo siento, Estefanía. Esta vez no puedo”.
Esa noche Julián llegó tarde del trabajo. Se veía agotado.
—Mi mamá me llamó llorando —me dijo—. Dice que la abandonamos.
Me senté junto a él y le tomé la mano.
—Julián, no podemos seguir así. Si seguimos ayudando sin límites, nunca vamos a salir adelante nosotros ni Camila. Tu mamá tiene que entenderlo.
Él asintió con lágrimas en los ojos.
Los días siguientes fueron fríos entre nosotros y Estefanía. Dejó de llamarnos y hasta bloqueó a Julián del WhatsApp familiar. La culpa me carcomía por dentro, pero también sentía alivio por haber puesto un límite.
Un domingo cualquiera, mientras desayunábamos pan dulce y café con leche, Camila nos miró y preguntó:
—¿Por qué ya no viene la abuela?
Julián tragó saliva antes de responder:
—A veces las personas se pelean, hija. Pero eso no significa que no nos queramos.
Yo miré a mi hija y sentí una tristeza profunda. El dinero había hecho lo que ni el tiempo ni la distancia habían logrado: separar a una familia.
Hoy han pasado seis meses desde aquel préstamo maldito. No hemos vuelto a ver ni un peso ni a Estefanía por nuestra casa. A veces pienso si hice bien en poner ese límite o si debí aguantar un poco más por el bien de la familia. Pero luego veo a Camila sonreír porque pudo ir al paseo escolar gracias a un esfuerzo extra que hicimos juntos y siento algo parecido a la paz.
Me pregunto: ¿Cuántas familias más estarán pasando por lo mismo? ¿Vale la pena sacrificar nuestra tranquilidad por ayudar a quienes no valoran nuestro esfuerzo? ¿Dónde está el límite entre el amor y el abuso?