Entre Sombras y Esperanza: La Decisión de Aarón
—¿Cómo puedes hacerme esto, Aarón? ¡Ese hombre es un extraño para ti! —La voz de mi madre retumbó en las paredes descascaradas del departamento mientras yo sostenía la mochila con mis pocas pertenencias.
No podía mirarla a los ojos. Afuera, la lluvia golpeaba el vidrio sucio de la ventana, y el bullicio de la ciudad parecía burlarse de nuestro drama privado. Tenía dieciséis años y sentía que el mundo se me venía encima. Mi madre, Jennifer, siempre había sido mi refugio y mi tormenta. Me tuvo en una noche fría de Año Nuevo, sola, mirando por la ventana del hospital esperando que mi padre —un hombre que sólo conocí por fotos y promesas rotas— apareciera. Nunca llegó.
Crecí viendo a mi madre partirse el lomo en dos trabajos: limpiando casas en Polanco y vendiendo tamales en la esquina. A veces llegaba tan cansada que ni siquiera cenaba. Yo la amaba, pero también sentía su frustración como un peso sobre mis hombros. Cada vez que preguntaba por mi papá, ella cambiaba de tema o me decía que era mejor así, que los hombres como él sólo traían problemas.
Todo cambió cuando conoció a Ernesto. Un hombre serio, con manos grandes y voz pausada. Trabajaba como chofer de microbús y tenía una hija pequeña, Valeria, de apenas ocho años. Al principio, Ernesto venía a casa sólo los domingos. Traía pan dulce y jugaba a las cartas conmigo. Mi madre reía más cuando él estaba cerca, pero yo sentía una mezcla de celos y alivio: por fin alguien la hacía feliz.
Pero cuando Ernesto propuso que nos mudáramos con él a su casa en Iztapalapa, todo se volvió confuso. Mi madre aceptó sin consultarme. De pronto, tenía que compartir cuarto con Valeria y adaptarme a las reglas de un hombre que no era mi padre. Las peleas comenzaron: por los horarios, por la comida, por el dinero. Mi madre se volvió más distante conmigo; parecía más preocupada por agradar a Ernesto que por escucharme.
Una noche, después de una discusión por mis calificaciones, Ernesto me gritó:
—¡Aquí se hace lo que yo digo! Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta.
Mi madre no dijo nada. Sólo bajó la cabeza y recogió los platos sucios. Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. ¿Por qué tenía que obedecer a un hombre que apenas conocía? ¿Por qué mi madre no me defendía?
Pasaron los meses y la tensión aumentó. Un día, después de regresar tarde del bachillerato porque me quedé estudiando con mis amigos en la biblioteca, Ernesto me acusó de andar en malos pasos. Me revisó la mochila delante de Valeria y mi madre. Encontró sólo libros y una torta envuelta en papel aluminio.
—No quiero vagos en mi casa —dijo con desprecio.
Esa noche lloré en silencio. Mi madre entró al cuarto y me acarició el cabello.
—Aarón, tienes que entenderlo… Ernesto sólo quiere lo mejor para ti.
—¿Y tú? ¿Tú qué quieres para mí? —le pregunté entre sollozos.
Ella no respondió.
La gota que derramó el vaso fue cuando escuché a Ernesto decirle a mi madre:
—Ese muchacho necesita mano dura. Si no puede adaptarse, mejor que se vaya con su abuela.
Sentí que ya no tenía un lugar en esa casa. Pero tampoco quería regresar con mi abuela materna, una mujer amargada que nunca me quiso. Fue entonces cuando recibí un mensaje inesperado por Facebook: era Rubén, el hermano menor de mi padre biológico. Me dijo que había visto mis fotos y quería conocerme.
Le conté a mi madre sobre el mensaje. Se puso furiosa.
—¡No quiero que tengas nada que ver con esa familia! ¡Tu padre nos abandonó!
Pero algo dentro de mí necesitaba respuestas. ¿Por qué me había dejado? ¿Por qué nunca buscó contactarme? Así que una tarde escapé del colegio y fui a encontrarme con Rubén en un café cerca del metro Chabacano. Era un hombre sencillo, con ojos tristes pero sinceros.
—Tu papá se fue porque era muy joven y tenía miedo —me dijo Rubén—. Pero siempre preguntó por ti… sólo que tu mamá nunca quiso verlo.
Sentí una mezcla de enojo y alivio. Por primera vez entendí que la historia tenía dos versiones. Volví a casa confundido, pero decidido a buscar mi propio camino.
Esa noche enfrenté a mi madre:
—Mamá, necesito saber quién soy… No puedo vivir bajo las reglas de Ernesto ni ignorar a la familia de mi papá.
Ella lloró como nunca antes la había visto llorar.
—¿Por qué quieres irte con un extraño? Yo te di todo lo que pude…
La abracé fuerte, pero supe que debía tomar una decisión difícil. Al día siguiente empaqué mis cosas y fui a buscar a Rubén. Me ofreció quedarme con él mientras encontraba trabajo para ayudarle con los gastos.
Los primeros días fueron duros. Extrañaba a mi madre y hasta las peleas con Ernesto. Pero Rubén me enseñó a trabajar en su taller mecánico y poco a poco fui sintiéndome útil. Empecé a escribirle cartas a Valeria; le contaba historias inventadas para que no me olvidara.
Mi madre dejó de hablarme durante meses. Sólo recibía mensajes cortos: «¿Estás bien?», «No olvides comer». Yo le respondía con fotos del taller o de mis calificaciones en la prepa nocturna.
Un día recibí una llamada inesperada: Valeria estaba enferma y necesitaban ayuda para pagar el hospital. Sin pensarlo dos veces, llevé todos mis ahorros y fui al hospital. Allí vi a mi madre demacrada y a Ernesto derrotado.
—Gracias por venir —me dijo Ernesto sin mirarme a los ojos.
Mi madre me abrazó como si quisiera recuperar todos los años perdidos.
—Perdóname, hijo… No supe cómo protegerte —susurró entre lágrimas.
Esa noche nos quedamos los tres junto a Valeria hasta que despertó. Por primera vez sentí que tal vez podíamos empezar de nuevo, sin rencores ni secretos.
Hoy sigo viviendo con Rubén, pero visito a mi madre cada semana. Ernesto ya no es un extraño; ahora hablamos como dos adultos intentando entenderse. Valeria me llama «hermano mayor» y yo le cuento historias cada vez que puedo.
A veces me pregunto si tomé la decisión correcta al irme… ¿Es posible reconstruir una familia rota? ¿O sólo aprendemos a vivir con las cicatrices?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o seguirían buscando respuestas?