La Decisión de No Gastar: Cinco Años de Renuncia en el Corazón de Chiapas
—¿Otra vez llegaste sin nada, Mariana? —la voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo dejaba sobre la mesa un puñado de frijoles que había intercambiado por unas horas ayudando a Don Tomás en su milpa.
No respondí. Sentí el peso de su mirada, la decepción que ya era costumbre desde que, cinco años atrás, decidí dejar de gastar dinero. No fue una decisión tomada a la ligera. Recuerdo ese día como si fuera ayer: el calor pegajoso de la tarde en San Juan Chamula, el zumbido de las abejas y el eco de las noticias sobre corrupción y desigualdad que salían del viejo radio. Me sentía atrapada en una rueda que no llevaba a ningún lado. El dinero, pensé, era el origen de todo lo que nos separaba como familia y como pueblo.
—¿Y cómo piensas vivir así? —me preguntó mi hermana Lucía esa noche, mientras lavábamos los trastes bajo la luz temblorosa de una vela.
—No sé, Lucía. Pero no quiero seguir siendo parte de esto. Quiero probar que se puede vivir diferente —le respondí, con más esperanza que certeza.
Al principio, la gente del pueblo me miraba con curiosidad. Algunos se reían, otros murmuraban a mis espaldas. «La loca que no quiere gastar ni un peso», decían. Pero yo seguí adelante. Aprendí a sembrar mi propio maíz y a hacer trueques con los vecinos: tortillas por huevos, trabajo por leña. Dejé de usar electricidad; las noches se volvieron largas y silenciosas, iluminadas solo por la luna y las luciérnagas.
La primera Navidad fue la más dura. Mi familia se reunió como siempre, pero yo no llevé regalos ni contribuí para la cena. Mi padre apenas me dirigió la palabra. Sentí el frío de la exclusión, el dolor de ser vista como una vergüenza. Pero también sentí una extraña libertad: ya no dependía del dinero para definir mi valor.
Con el tiempo, los desafíos se multiplicaron. El agua potable era un lujo; aprendí a recolectar lluvia y hervirla en ollas viejas. Cuando me enfermé de fiebre tifoidea, no tenía cómo pagar medicamentos. Fue Doña Rosa, la curandera del pueblo, quien me salvó con sus remedios de hierbas y su fe inquebrantable.
—Mariana, hija, ¿por qué te castigas así? —me preguntó una tarde mientras me aplicaba un emplasto caliente en el vientre.
—No es castigo, Doña Rosa. Es mi manera de resistir —le respondí, aunque a veces dudaba si realmente era resistencia o simple terquedad.
Los días pasaban lentos. Aprendí a coser mi ropa con retazos que me regalaban las vecinas y a fabricar jabón con ceniza y grasa. Me volví experta en encontrar comida donde otros solo veían maleza: quelites, flor de calabaza, hongos silvestres.
Pero la soledad era mi peor enemiga. Mis amigos se alejaron poco a poco; nadie quería invitar a una persona que no podía pagar ni un refresco. Las tardes eran largas y los domingos eternos. A veces me sentaba frente al río y lloraba en silencio, preguntándome si todo esto valía la pena.
Un día, Lucía llegó llorando a mi jacalito improvisado.
—Mamá está enferma y no tenemos para el doctor —me dijo entre sollozos.
Sentí una punzada en el pecho. ¿De qué servía mi lucha si no podía ayudar a los míos? Esa noche recé como nunca antes, pidiendo fuerzas para no rendirme ni traicionar mis principios.
Al día siguiente fui al mercado y ofrecí mi trabajo a cambio de medicinas. Nadie aceptó. La gente estaba cansada de mis trueques; necesitaban dinero, no favores. Regresé derrotada, sintiendo por primera vez el peso real de mi decisión.
Mamá mejoró con el tiempo gracias a remedios caseros y al cuidado de Lucía. Pero nuestra relación nunca volvió a ser igual. Ella me miraba con tristeza y resignación, como si yo fuera una hija perdida para siempre.
A veces soñaba con una vida diferente: tener un trabajo estable, comprarle flores a mamá o invitar a Lucía un helado en la plaza. Pero al despertar recordaba por qué había elegido este camino: porque estaba harta de ver a mi gente sufrir por falta de dinero, porque quería demostrar que otra forma de vida era posible.
Un día llegó al pueblo una organización extranjera ofreciendo talleres sobre economía solidaria y permacultura. Me acerqué con recelo, pero pronto descubrí que no estaba sola: otras mujeres también buscaban alternativas al sistema tradicional. Juntas empezamos un pequeño huerto comunitario; compartíamos semillas, saberes y sueños.
—¿Crees que algún día podamos vivir sin depender del dinero? —me preguntó Juana, una joven madre soltera que había perdido su empleo durante la pandemia.
—No lo sé —le respondí— pero al menos podemos intentarlo juntas.
La comunidad empezó a cambiar poco a poco. Algunos vecinos se animaron a intercambiar productos y servicios; otros simplemente nos miraban con escepticismo. Pero yo sentía que algo nuevo estaba germinando en nuestro pueblo.
Sin embargo, los problemas no desaparecieron. La falta de recursos seguía siendo una sombra constante; las enfermedades, los accidentes y las emergencias no esperaban por ideologías ni sueños utópicos. Más de una vez estuve tentada a rendirme y volver al camino fácil del dinero.
Pero cada vez que dudaba, recordaba las palabras de Doña Rosa: «La resistencia es lenta como el maíz; tarda en crecer, pero cuando florece alimenta a todos».
Hoy han pasado cinco años desde aquel primer día sin gastar un peso. Mi familia sigue sin entenderme del todo; algunos amigos han vuelto, otros se han ido para siempre. He perdido mucho, pero también he ganado una paz interior que nunca antes conocí.
A veces me pregunto si realmente se puede vivir sin depender del dinero en un país como México, donde la pobreza es tan real como el hambre y la desigualdad tan profunda como nuestras raíces indígenas.
¿Vale la pena sacrificarlo todo por una idea? ¿O será que el verdadero cambio solo es posible cuando dejamos de luchar solos y empezamos a construir juntos?
¿Qué harías tú si tuvieras que elegir entre tus principios y tu familia?