Entradas de Último Minuto: ¿Regalo o Desatino?

—¿Y ahora qué hago? —me pregunté en voz alta, apretando los dos boletos arrugados que acababa de sacar del buzón. El sol se estaba ocultando tras los edificios de la colonia Narvarte y yo, Valeria, sentía cómo el sudor frío me recorría la espalda. Eran las seis de la tarde y la función empezaba a las ocho. Mi día ya estaba saturado: tenía que terminar un informe para la oficina, pasar por mi mamá al hospital y, si me quedaba energía, cenar algo decente. Pero ahí estaban, las entradas para la obra más comentada del año en el Teatro Insurgentes, con una nota escrita a mano: «¡Sorpresa! No te quejes, te va a encantar. Nos vemos ahí. —Julián».

Julián siempre ha sido así: espontáneo, bromista, el alma de cualquier reunión. Pero también es el rey del último minuto, el que nunca confirma nada y cree que la vida es una improvisación constante. Lo quiero como a un hermano, pero a veces siento que no entiende que mi vida no es tan ligera como la suya. Mi mamá lleva semanas enferma y yo soy su única hija; mi jefe amenaza con despedirme si no entrego todo a tiempo; y mi novio, Ernesto, últimamente solo me habla para reclamarme que nunca tengo tiempo para él.

—¿Vas a ir? —preguntó mi vecina, doña Lucha, al verme parada frente al buzón con cara de susto.

—No sé… Julián me dejó estos boletos para hoy en la noche. Pero tengo mil cosas que hacer.

Ella sonrió con esa mezcla de ternura y resignación que tienen las señoras que han visto demasiado en la vida.

—A veces hay que dejarse sorprender, hija. Pero también hay que saber decir que no.

Me despedí y subí corriendo las escaleras hasta mi departamento. El teléfono vibraba sin parar: mensajes del trabajo, llamadas perdidas de Ernesto y un audio de Julián lleno de risas y promesas de una noche inolvidable. Me senté en la cama y miré los boletos como si fueran una bomba a punto de explotar.

«¿Por qué siempre me pone en estas situaciones?», pensé. Recordé todas las veces que Julián había llegado a mi casa sin avisar, con pizzas frías y películas piratas; las veces que me arrastró a conciertos improvisados o fiestas donde no conocía a nadie. Siempre terminaba riéndome, sí, pero también agotada y con la sensación de que mis problemas quedaban en pausa solo por unas horas.

Marqué el número de mi mamá.

—¿Mamá? ¿Cómo sigues?

—Ay, hija, aquí viendo la novela. No te preocupes por mí hoy, tu tía va a pasar por mí al hospital. ¿Por qué no sales un rato? Te hace falta distraerte.

Sentí un nudo en la garganta. Mi mamá siempre tan generosa, aunque yo supiera que prefería verme a mí antes que a mi tía.

Luego llamé a Ernesto.

—¿Qué pasa ahora? —contestó seco.

—Julián me dejó boletos para el teatro…

—¿Y vas a ir con él? —su voz era una mezcla de celos y fastidio.

—No sé…

—Haz lo que quieras, Valeria. Siempre haces lo que quieres —y colgó.

Me quedé mirando el techo. ¿De verdad siempre hago lo que quiero? ¿O solo trato de cumplir con todos menos conmigo misma?

A las siete y media salí corriendo hacia el teatro. El tráfico estaba imposible y llegué justo cuando apagaban las luces del vestíbulo. Julián me esperaba con una sonrisa enorme y una bolsa de palomitas.

—¡Sabía que vendrías! —me abrazó fuerte—. Te ves cansada… pero feliz de estar aquí conmigo, ¿a poco no?

No supe qué responderle. Durante la obra apenas pude concentrarme; mi mente iba y venía entre los pendientes del trabajo, la preocupación por mi mamá y el enojo con Ernesto. Julián reía a carcajadas y me apretaba la mano cada vez que algo le parecía gracioso.

Al salir del teatro caminamos por Avenida Insurgentes bajo la luz amarilla de los faroles.

—¿Te gustó? —preguntó Julián.

—Sí… pero estoy agotada. No sé si esto fue un regalo o una carga más.

Él se detuvo en seco.

—¿De verdad piensas eso? Yo solo quería verte feliz, sacar tu cabeza de tanto estrés…

—Lo sé —le dije—. Pero a veces siento que no entiendes lo difícil que es para mí dejar todo botado solo porque tú decides sorprenderme.

Julián bajó la mirada y por primera vez lo vi vulnerable.

—Perdón, Vale. A veces olvido que no todos pueden vivir como yo…

Nos abrazamos en silencio. Sentí una mezcla extraña de alivio y tristeza. ¿Por qué los gestos de cariño pueden sentirse como obligaciones? ¿Por qué es tan difícil poner límites incluso con quienes más queremos?

Esa noche llegué a casa y me senté frente al espejo. Me vi ojerosa, despeinada, pero viva. Pensé en Julián, en mi mamá, en Ernesto… en mí misma.

¿De verdad los regalos sorpresa son muestras de amor o solo maneras de imponer lo que uno cree que el otro necesita? ¿Cuándo fue la última vez que alguien me preguntó qué quería yo?

Díganme ustedes: ¿alguna vez han sentido que un regalo es más una carga que un gesto bonito? ¿Cómo ponen límites sin herir a quienes quieren?