La Fiesta de la Oficina y el Silencio de Samuel: Un Domingo que lo Cambió Todo

—¿Y por qué Samuel no va a ir contigo a la fiesta de la oficina, Mariana? —La voz de mi suegra, doña Rosa, retumbó sobre el mantel de hule floreado, justo cuando yo intentaba pasar desapercibida sirviendo más arroz en mi plato.

Sentí que todos los ojos se clavaban en mí, como si la pregunta fuera una acusación. Mi cuñada Lucía dejó de mirar su celular y mi suegro, don Ernesto, levantó apenas la vista del noticiero en la tele. Samuel, mi esposo, ni siquiera se inmutó; seguía cortando el pollo con una parsimonia que me desesperaba.

—No le gustan esas cosas, mamá —respondí, intentando sonar casual, aunque sentía el corazón galopando en el pecho.

—¿Y eso qué? —insistió doña Rosa—. ¡Uno va por compromiso! ¿O es que ya no te importa acompañar a tu esposa, Samuel?

Él levantó la mirada, por fin. Sus ojos grises, tan bonitos cuando nos conocimos en la universidad en Puebla, ahora parecían opacos, distantes.

—Ya hablamos de eso —dijo con voz baja—. Mariana sabe que no me gustan esas reuniones.

El silencio se hizo pesado. Lucía rodó los ojos y murmuró algo sobre «hombres flojos». Yo sentí una punzada de rabia mezclada con tristeza. No era la primera vez que Samuel se negaba a acompañarme a eventos importantes para mí. Pero esta vez, frente a toda la familia, el asunto se sentía más grande, más humillante.

Doña Rosa no soltaba el tema:

—Cuando tu papá y yo éramos jóvenes, íbamos juntos a todos lados. Así se construye un matrimonio fuerte. No entiendo esta juventud de ahora, cada quien por su lado…

Don Ernesto carraspeó:

—Déjalos, Rosa. Cada pareja es diferente.

Pero ella no se detenía:

—¿O será que ya no te importa lo que diga la gente? Porque bien sabes cómo son las cosas en este barrio. Luego empiezan los chismes: «¿Por qué Mariana va sola? ¿Será que Samuel ya no la quiere?» Y tú, Mariana, ¿por qué no insistes? ¿No te da pena?

Me mordí los labios para no llorar. Recordé todas las veces que había suplicado a Samuel que me acompañara: a la boda de mi prima en Veracruz, al bautizo del hijo de mi mejor amiga, incluso a las juntas escolares de nuestra hija Valeria. Siempre tenía una excusa: el trabajo, el cansancio, el tráfico. Y yo siempre justificándolo ante todos.

—No es para tanto —dije al fin—. Prefiero ir sola que estar peleando.

Samuel soltó un suspiro largo y se levantó de la mesa sin decir nada más. El portazo resonó en toda la casa.

Lucía me miró con lástima:

—No le hagas caso a mamá. Los hombres ahora son así…

Pero yo sabía que no era sólo «así». Había algo roto entre Samuel y yo desde hacía tiempo. Algo que ni siquiera las palabras podían arreglar.

Esa noche, mientras lavaba los platos con las manos temblorosas, recordé cómo era al principio: las risas compartidas en los cafés del centro histórico, los sueños de viajar juntos por Latinoamérica, las promesas de nunca dejar que la rutina nos venciera. Pero después de diez años y una hija, todo se había vuelto gris y predecible.

En nuestra recámara, Samuel estaba sentado en la orilla de la cama mirando su celular. Me acerqué despacio.

—¿Por qué te molesta tanto ir conmigo? —pregunté casi en un susurro.

Él dejó el teléfono y me miró con cansancio.

—No es por ti, Mariana. Es que odio esas fiestas donde todos fingen ser amigos y hablan de cosas que no me importan.

—Pero sí es por mí —insistí—. Porque sabes lo importante que es para mí sentirme acompañada…

Samuel guardó silencio. Sentí que una pared invisible crecía entre nosotros.

—No quiero pelear —dijo al fin—. Haz lo que quieras.

Me di la vuelta para que no viera mis lágrimas. ¿Cómo habíamos llegado a esto? ¿En qué momento dejamos de ser un equipo?

Al día siguiente en la oficina, mis compañeras hablaban emocionadas sobre la fiesta: qué se iban a poner, si sus parejas las acompañarían. Sentí una punzada de vergüenza cuando me preguntaron si Samuel iría conmigo.

—No puede —mentí—. Tiene mucho trabajo.

La verdad era más dolorosa: simplemente no quería ir.

Esa noche soñé con mi infancia en Oaxaca, cuando veía a mis padres bailar juntos en las fiestas del pueblo. Siempre pensé que así sería mi matrimonio: complicidad, apoyo mutuo, alegría compartida. Pero la realidad era otra.

El viernes llegó y me arreglé con esmero: vestido azul marino, tacones bajos porque nunca aprendí a caminar bien con los altos. Valeria me miró desde la puerta:

—¿Por qué papá no va contigo?

No supe qué responderle. Le di un beso en la frente y salí antes de que viera mis ojos rojos.

En la fiesta todos parecían felices con sus parejas. Yo fingí sonreír mientras sentía un vacío enorme por dentro. Cuando regresé a casa, Samuel ya dormía. Me acosté junto a él y lloré en silencio.

El domingo siguiente volvimos a comer con la familia. Doña Rosa volvió al ataque:

—¿Y cómo estuvo la fiesta? ¿Te divertiste sola?

Esta vez no respondí. Me limité a mirar a Samuel esperando algún gesto, alguna palabra de apoyo. Pero él sólo bajó la mirada.

Fue entonces cuando entendí que el problema no era sólo la fiesta ni las opiniones de mi suegra. Era todo lo que habíamos dejado de decirnos, todo lo que habíamos dejado de intentar.

Esa noche le propuse a Samuel ir juntos a terapia de pareja. Me miró sorprendido y por primera vez en mucho tiempo vi miedo en sus ojos.

—No sé si eso sirva —dijo—. Pero si tú quieres intentarlo…

Y ahí supe que aún quedaba una chispa de esperanza.

Ahora me pregunto: ¿cuántas parejas viven así, callando sus necesidades por miedo al conflicto o al qué dirán? ¿Vale la pena seguir fingiendo o es momento de buscar nuestra propia felicidad?