El Silencio Entre Nosotros: Cuando Él No Quiere Hijos
—¿Otra vez con ese tema, Camila? —me dijo Santiago, con la voz cansada, mientras dejaba el vaso de agua sobre la mesa de la cocina. El sonido del vidrio contra la madera fue más fuerte que sus palabras. Yo tenía las manos apretadas sobre el mantel floreado que mi mamá me regaló cuando nos mudamos juntos. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina y el olor a café recién hecho llenaba el aire, pero en ese momento todo me parecía ajeno.
—No es “ese tema”, Santi. Es mi vida —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz. Llevábamos cinco años casados, y desde el principio yo había soñado con llenar nuestra casa de risas infantiles, de juguetes tirados por el suelo, de dibujos pegados en la nevera. Pero cada vez que sacaba el tema, él se cerraba como una puerta vieja.
Santiago se sentó frente a mí y me tomó la mano. Sus dedos estaban fríos. —Cami, ¿por qué no podemos ser felices solo tú y yo? Mira a mi hermana Lucía: tres hijos y apenas puede con ellos. ¿De verdad quieres esa vida? ¿De verdad quieres perder lo que tenemos?
Sentí una punzada en el pecho. Recordé las tardes en casa de Lucía, el bullicio de los niños corriendo entre los muebles, los gritos y las risas. Sí, era caótico, pero también era hermoso. Yo quería eso. Lo quería con él.
—No es perder lo que tenemos —le dije—. Es sumar algo más. Algo nuestro.
Él soltó mi mano y se levantó para mirar por la ventana. La lluvia seguía cayendo, implacable. —No puedo, Camila. No quiero ser ese papá ausente que tuve. No quiero traer un niño a este mundo solo para repetir los mismos errores.
Me quedé callada. Sabía que su infancia había sido dura: su papá se fue cuando él tenía ocho años y su mamá trabajaba todo el día en una fábrica de textiles en las afueras de Medellín. Pero yo no era su papá. Él no era su papá.
Pasaron los meses y el tema se volvió un fantasma entre nosotros. En cada reunión familiar, mi mamá me preguntaba cuándo le iba a dar un nieto; mi suegra me miraba con lástima y decía que ojalá Santiago cambiara de opinión algún día. Mis amigas del trabajo compartían fotos de sus bebés en el grupo de WhatsApp y yo fingía alegría mientras sentía un vacío creciendo dentro de mí.
Una noche, después de una pelea especialmente amarga, salí al balcón a fumar un cigarro —algo que había dejado hace años— y miré las luces de la ciudad extendiéndose como un mar infinito. Santiago salió detrás de mí.
—¿Por qué no puedes entenderme? —me preguntó en voz baja.
—¿Y tú por qué no puedes entenderme tú a mí? —le respondí, sin mirarlo.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Sabíamos que estábamos llegando al límite.
Al día siguiente, fui a visitar a mi abuela en Envigado. Ella me preparó chocolate caliente y arepas con queso fresco. Me miró a los ojos y me dijo:
—Mija, uno no puede obligar a nadie a ser padre. Pero tampoco puede obligarse a dejar de soñar.
Sus palabras me dolieron más que cualquier discusión con Santiago. ¿Era egoísta por querer ser madre? ¿O era él egoísta por negarse?
Esa noche, cuando volví a casa, encontré a Santiago sentado en la sala, con los ojos rojos y una carta en las manos.
—Cami —dijo—, te amo más que a nada en este mundo. Pero no puedo darte lo que quieres. No puedo ser ese papá que tú sueñas para tu hijo.
Me senté junto a él y lloramos juntos, abrazados como dos náufragos en medio de una tormenta.
Pasaron semanas en las que apenas nos hablábamos. Yo iba al trabajo como un robot; él salía temprano y volvía tarde. La casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas.
Un domingo por la tarde, mientras lavaba los platos, sentí una calma extraña. Me miré al espejo del baño y vi a una mujer cansada pero decidida.
Esa noche le dije:
—Santi, te amo demasiado para obligarte a cambiar. Pero también me amo lo suficiente para no renunciar a mis sueños.
Nos abrazamos por última vez esa noche. Al día siguiente empacó sus cosas y se fue a vivir con su primo en Laureles.
Han pasado dos años desde entonces. A veces lo veo en redes sociales: parece feliz viajando por Suramérica con su mochila y su guitarra. Yo sigo aquí, en nuestro antiguo apartamento, ahora lleno de plantas y libros infantiles que compro para mis sobrinos.
Todavía no soy madre. Pero ya no siento ese vacío insoportable; ahora sé que mi deseo es válido y que algún día encontraré la forma de cumplirlo, sola o acompañada.
A veces me pregunto: ¿cuántas parejas viven atrapadas en este silencio? ¿Cuántas mujeres callan sus sueños por miedo a perder al amor de su vida? ¿Y cuántos hombres sienten culpa por no poder dar lo que nunca recibieron?
¿Ustedes qué harían? ¿Renunciarían al amor o a sus sueños más profundos?