La Quiebra Falsa Que Rompió Mi Matrimonio

—¡No puede ser, Ernesto! ¿Cómo que estamos en bancarrota? —grité, apretando el teléfono con tanta fuerza que sentí que mis nudillos iban a romperse. La voz de mi esposo, temblorosa al otro lado de la línea, apenas podía sostenerse.

—Mariana, por favor, escúchame… No quería preocuparte. Todo se salió de control en la empresa. Los proveedores… los bancos… No sé cómo pasó tan rápido.

Esa tarde, el sol caía a plomo sobre el asfalto de nuestra calle en Guadalajara, pero yo sentía un frío helado recorriéndome la espalda. Ernesto siempre había sido un hombre trabajador, responsable, el tipo de persona que nunca se atrasaba en una cuenta ni olvidaba un cumpleaños. ¿Cómo era posible que ahora estuviéramos al borde del abismo?

Colgué el teléfono y me senté en la cama, mirando las paredes llenas de fotos familiares: nuestros hijos, Camila y Emiliano, sonriendo en la playa de Manzanillo; mi suegra, Doña Teresa, abrazando a Ernesto en su cumpleaños número cincuenta. Todo parecía tan lejano, tan irreal.

Esa noche, Ernesto llegó tarde. Tenía los ojos rojos y evitaba mirarme. Se sentó a la mesa sin probar bocado. Los niños, ajenos a todo, reían viendo caricaturas en la sala.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —le pregunté en voz baja, para que no nos escucharan.

—Voy a intentar negociar con los acreedores. Quizá podamos salvar algo… —susurró, pero su voz no tenía convicción.

Los días siguientes fueron un infierno. Llamadas de números desconocidos a todas horas, cartas con sellos rojos que llegaban por debajo de la puerta, visitas de hombres trajeados que hablaban en voz baja con Ernesto en la cochera. Yo trataba de mantener la calma por los niños, pero cada noche lloraba en silencio mientras Ernesto dormía a mi lado, dándome la espalda.

Una tarde, mientras recogía la ropa del tendedero, escuché a Doña Teresa hablando por teléfono en el patio.

—No sé qué está tramando Ernesto… Dice que todo está perdido, pero yo lo conozco. Algo no me cuadra —decía en voz baja.

Me quedé helada. ¿Tramando? ¿Qué podía estar tramando Ernesto? Esa palabra se me quedó clavada como una espina.

Esa noche, cuando Ernesto se metió a bañar, revisé su maletín. Entre papeles y facturas encontré una carpeta azul con documentos legales: contratos firmados por él y un tal Licenciado Ramírez. Había una hoja con el título “Simulación de quiebra voluntaria”. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.

Cuando salió del baño, lo enfrenté:

—¿Qué es esto, Ernesto? ¿Por qué estás simulando una quiebra?

Su rostro se descompuso. Por un momento pensé que iba a negarlo todo, pero luego se dejó caer en la cama y se cubrió la cara con las manos.

—No entiendes… Me metí en un negocio con unos socios de Monterrey. Perdí dinero y… pensé que si simulaba la quiebra podría proteger lo poco que nos queda. No quería perder la casa ni que los niños sufrieran.

—¿Y mentirme? ¿Eso también era para protegernos?

No respondió. El silencio entre nosotros era más pesado que cualquier deuda.

Las semanas pasaron y la tensión crecía. Yo ya no podía confiar en él. Cada vez que me miraba a los ojos sentía que había un muro invisible entre nosotros. Mis padres vinieron desde Tepic para apoyarme; mi mamá lloraba conmigo en la cocina mientras mi papá le lanzaba miradas fulminantes a Ernesto cada vez que cruzaban palabra.

Una noche, Camila entró a nuestro cuarto llorando porque escuchó a sus abuelos discutir sobre “la mentira de papá”. Me miró con esos ojos grandes y asustados y me preguntó:

—¿Nos vamos a quedar sin casa?

La abracé fuerte y le prometí que no iba a pasar nada malo, aunque yo misma no lo creía.

El escándalo no tardó en explotar. Uno de los socios de Ernesto lo denunció por fraude y la noticia corrió como pólvora por el barrio. Las vecinas murmuraban cuando salía al mercado; los amigos dejaron de llamarnos. Mi suegra se enfermó del corazón del puro coraje y terminó hospitalizada una semana.

Ernesto fue citado a declarar ante el Ministerio Público. Yo lo acompañé por pura inercia; ya no éramos pareja, solo dos extraños compartiendo una desgracia. Recuerdo cómo temblaba su mano cuando firmó su declaración.

Al salir de la fiscalía, me detuve frente a él:

—¿Por qué no confiaste en mí? ¿Por qué preferiste mentirme antes que enfrentar esto juntos?

Él bajó la cabeza y murmuró:

—Tenía miedo de perderlo todo… pero al final lo perdí igual.

Esa noche dormí sola por primera vez en quince años. Los niños se quedaron con mis padres y yo me senté en la sala oscura, mirando las luces lejanas de la ciudad y preguntándome en qué momento todo se había roto.

El proceso legal fue largo y doloroso. Perdimos la casa; tuvimos que mudarnos a un departamento pequeño en Zapopan. Ernesto y yo apenas nos hablábamos; los niños crecieron entre abogados y visitas al juzgado. La confianza nunca volvió.

Hoy han pasado tres años desde aquella llamada fatídica. Ernesto vive solo; yo trabajo doble turno para sacar adelante a Camila y Emiliano. A veces me encuentro con él cuando viene a ver a los niños; nos saludamos con cortesía fría, como dos desconocidos unidos solo por el recuerdo de lo que fuimos.

A veces me pregunto si hubiera sido diferente si él hubiera confiado en mí desde el principio. Si hubiéramos enfrentado juntos la tormenta, tal vez hoy seguiríamos siendo una familia.

¿Vale la pena mentir para proteger a quienes amas? ¿O es precisamente esa mentira la que termina destruyéndolo todo? ¿Ustedes qué piensan?