Amar en Silencio: El Lenguaje de los Gestos
—¿Por qué nunca puedes llegar temprano, Emiliano? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mezclándose con el silbido de la olla exprés y el olor a frijoles recién cocidos.
Me quedé parado en la puerta, con la mochila colgando de un hombro y las manos sudorosas. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina y el bullicio de la colonia Guerrero se colaba por las ventanas. Tenía diecisiete años y sentía que el mundo entero me exigía respuestas para las que no tenía palabras.
—Perdón, ma. El metro se quedó parado otra vez —mentí, aunque en realidad me había quedado en la biblioteca, buscando becas para la universidad. No quería preocuparla más.
Ella suspiró, cansada. Su delantal estaba manchado de salsa y sus manos temblaban un poco mientras servía los platos. No dijo nada más. Solo me miró con esos ojos grandes, llenos de preguntas y reproches no pronunciados.
En mi casa nunca se decían «te quiero». El amor era otra cosa: era levantarse a las cinco para hacer tortillas, era dejarme el último pedazo de pollo aunque ella dijera que no tenía hambre, era remendar mis pantalones en silencio mientras veía las telenovelas. Yo lo sabía, pero a veces deseaba escuchar esas palabras, aunque fuera una sola vez.
Esa noche cenamos en silencio. Mi hermana menor, Valeria, hacía la tarea en la mesa mientras mi madre recogía los platos antes de que termináramos. Yo quería decirle tantas cosas: que la admiraba, que todo lo que hacía era por ella, que me dolía verla tan cansada. Pero solo pude murmurar:
—Gracias por la cena, ma.
Ella asintió sin mirarme.
Los días pasaban entre rutinas y pequeños gestos. Yo salía temprano a la prepa y después trabajaba unas horas en una papelería para ayudar con los gastos. Mi madre limpiaba casas en Polanco y regresaba tarde, siempre con los pies hinchados y el ánimo bajo.
A veces le dejaba una taza de té caliente en la mesa o le ponía una cobija encima cuando se quedaba dormida viendo la tele. Nunca decía nada. Solo esperaba que entendiera lo que no podía decirle.
Una tarde, mientras barría el patio, escuché a mi madre hablar por teléfono con mi tía Rosa:
—No sé qué hacer con Emiliano. Es buen muchacho, pero nunca habla. No sé si está bien o si me odia…
Sentí un nudo en la garganta. Quise salir corriendo y abrazarla, decirle que era todo para mí. Pero me quedé quieto, apretando el palo de la escoba hasta que los nudillos se me pusieron blancos.
El día que recibí la carta de aceptación a la UNAM fue uno de los más felices y más tristes de mi vida. Corrí a casa con el sobre arrugado en las manos. Mi madre estaba lavando ropa en el patio.
—¡Ma! ¡Me aceptaron! —grité desde la puerta.
Ella dejó caer una sábana al suelo y me miró como si no entendiera.
—¿De verdad? —preguntó bajito.
Asentí, sonriendo como un niño pequeño. Ella se acercó despacio y me abrazó fuerte, tan fuerte que casi no podía respirar. Sentí sus lágrimas mojándome el cuello.
—Estoy orgullosa de ti —susurró al fin.
Quise decirle «yo también te quiero», pero las palabras se atoraron en mi garganta. Solo pude apretarla más fuerte.
La universidad fue un mundo nuevo: gente de todos lados, ideas diferentes, sueños enormes. Pero también fue difícil. A veces no tenía para el pasaje o para las copias. Mi madre empezó a trabajar más horas y yo apenas la veía despierta.
Un día llegué tarde y encontré a Valeria llorando en la sala. Mi madre no había llegado aún y ya eran casi las once.
—Tengo miedo —me dijo mi hermana—. ¿Y si le pasa algo?
La abracé torpemente y le preparé un vaso de leche caliente. Me senté junto a ella hasta que se quedó dormida en el sillón.
Esa noche recé en silencio por mi madre, por Valeria, por mí mismo. Pedí fuerzas para seguir adelante, para no fallarles nunca.
El tiempo pasó volando. Me gradué con honores y conseguí un trabajo en una oficina del centro. Empecé a ayudar más en casa; pude comprarle a mi madre una lavadora nueva y pagarle unas vacaciones a Acapulco con mis tías.
Pero seguíamos igual: llenos de silencios cómodos e incómodos, de gestos pequeños pero significativos. Nunca hablamos de sentimientos ni de sueños rotos. Solo seguíamos adelante, como siempre lo habíamos hecho.
Un domingo cualquiera, mientras desayunábamos juntos por primera vez en meses, mi madre me miró fijamente:
—¿Eres feliz, Emiliano?
La pregunta me tomó por sorpresa. No supe qué responderle. Pensé en todo lo que habíamos pasado juntos: las noches sin cenar, los zapatos rotos, los abrazos apretados pero mudos.
—Creo que sí —dije al fin—. ¿Y tú?
Ella sonrió tristemente y me acarició la mejilla como cuando era niño.
—Lo soy cuando te veo bien —respondió—. Eso es suficiente para mí.
No dijimos nada más. Pero esa noche me quedé pensando en todo lo que nunca nos habíamos dicho. En cómo el amor puede ser tan grande y tan callado al mismo tiempo.
A veces me pregunto si debí haber roto ese ciclo de silencios; si debí haberle dicho «te quiero» más veces a mi madre antes de que fuera tarde. Porque ahora que ya no está conmigo, daría cualquier cosa por escuchar su voz regañándome una vez más o sentir sus manos temblorosas sirviéndome un plato de frijoles calientes.
¿De qué sirve amar tanto si nunca lo decimos? ¿Cuántas historias como la mía hay allá afuera? ¿Cuántos hijos y madres se aman en silencio sin atreverse a pronunciar esas palabras tan simples pero tan difíciles?