Regreso Inesperado: El Hogar Que Ya No Era Mío
—¿Por qué hay dos tazas de café en la mesa, Camila?
Mi voz temblaba, apenas audible sobre el zumbido de la nevera en el pequeño apartamento que compartíamos en Laureles, Medellín. El ramo de flores que traía desde la base militar en Tolemaida se me resbaló de las manos y cayó al suelo, esparciendo pétalos rojos sobre las baldosas frías. Camila estaba de espaldas, con el cabello recogido en un moño desordenado, y un hombre —alto, moreno, con una camiseta del Nacional— se asomaba desde la puerta del baño.
No era así como imaginé mi regreso. Durante los seis meses de despliegue en el sur del país, cada noche soñaba con este momento: abrir la puerta, verla correr hacia mí, abrazarnos como si el tiempo no hubiera pasado. Pero la realidad era otra. Mi comandante, el mayor Ramírez, me había dado la noticia apenas 24 horas antes: “Empaca tus cosas, soldado. Vuelves a casa mañana.” No dormí esa noche, pensando en la cara de Camila al verme llegar antes de lo previsto.
Pero ahora ella solo me miraba con los ojos llenos de culpa y miedo. El silencio era tan denso que podía escuchar mi propio corazón rompiéndose.
—Juan… yo…
El tipo se puso nervioso, recogió sus cosas y salió casi corriendo, sin mirarme a los ojos. Camila se quedó allí, temblando, sin saber qué decir. Yo sentía que me faltaba el aire.
—¿Quién es él? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
Ella bajó la mirada y empezó a llorar. —No quería que te enteraras así…
Me senté en el sofá, ese mismo donde tantas veces nos habíamos quedado dormidos viendo novelas o partidos de fútbol. Todo me parecía ajeno, como si estuviera en la casa de un extraño. El olor a café recién hecho, las fotos nuestras en la pared, hasta el perro —Simón— que se acercó a lamerme la mano como si supiera que necesitaba consuelo.
—¿Desde cuándo? —insistí.
—Hace dos meses… Pensé que no ibas a volver… Que te habías olvidado de mí allá en la selva…
Sentí rabia, impotencia. ¿Cómo podía pensar eso? Cada carta que le escribí, cada llamada clandestina desde el teléfono satelital… ¿No significaron nada?
—¿Y ahora qué? —pregunté, con la voz rota.
Ella no respondió. Solo lloraba. Yo quería gritarle, pedirle explicaciones, pero no tenía fuerzas. Me levanté y fui al cuarto a buscar mi mochila. Todo seguía igual: mi uniforme colgado detrás de la puerta, mis botas limpias bajo la cama, una foto nuestra en la mesita de noche.
Mientras guardaba mis cosas, recordé las palabras de mi mamá antes de irme: “La guerra cambia a las personas, Juan. Pero no dejes que te robe el corazón.” Ahora entendía lo que quería decir. No era solo la guerra allá afuera; era también la batalla interna al regresar a un lugar donde ya no encajas.
Salí del cuarto y vi a Camila arrodillada en el suelo recogiendo los pétalos del ramo caído. Me acerqué y le dije:
—No te preocupes por las flores. Ya están muertas.
Salí del apartamento sin mirar atrás. Caminé por las calles de Medellín bajo una lluvia fina que parecía burlarse de mi tristeza. Llamé a mi hermana Mariana y le pedí quedarme unos días en su casa en Envigado. Ella me recibió con los brazos abiertos y una taza de chocolate caliente.
—¿Qué pasó? —me preguntó mientras me abrazaba fuerte.
No pude hablar. Solo lloré como un niño pequeño. Mariana entendió sin palabras y me dejó desahogarme.
Esa noche no pude dormir. Pensaba en todo lo que había sacrificado: los cumpleaños perdidos, los domingos familiares, las noches sin luz ni agua en la selva… ¿Para qué? ¿Para volver y encontrarme con esto?
Al día siguiente fui a ver a mi mamá en Bello. Ella me recibió con su sonrisa cansada y su abrazo cálido.
—Hijo, la vida es así… A veces uno vuelve esperando encontrar lo mismo y todo ha cambiado —me dijo mientras preparaba arepas para el desayuno.
—¿Y cómo se sigue adelante después de algo así?
—Con fe y con dignidad. No eres menos hombre por llorar ni por sentir dolor. Pero tampoco puedes quedarte estancado ahí.
Sus palabras me dieron algo de paz. Decidí buscar trabajo fuera del ejército; ya no quería volver a la base ni enfrentar preguntas incómodas de mis compañeros. Conseguí empleo como guardia de seguridad en una empresa del centro. No era lo que soñaba, pero al menos me mantenía ocupado.
Los días pasaban lentos. A veces veía a Camila en la calle o en redes sociales con su nuevo novio. Al principio sentía rabia y celos; después solo tristeza y resignación.
Un día recibí una carta de un compañero del batallón: “Hermano, aquí todos te extrañamos. La vida civil es dura pero tienes que ser fuerte.” Me hizo pensar en todos los soldados que regresan a casa y no encuentran nada de lo que dejaron atrás.
Empecé a ir a un grupo de apoyo para veteranos en Medellín. Allí conocí a otros como yo: hombres y mujeres que volvieron con cicatrices invisibles y corazones rotos. Compartir nuestras historias me ayudó a sanar poco a poco.
Una tarde, mientras caminaba por el parque de Envigado con Simón —sí, al final Camila me dejó quedarme con él— vi a una pareja besándose bajo un árbol y sentí una punzada en el pecho. Pero también entendí que merezco volver a amar algún día.
Hoy escribo esto desde mi pequeño apartamento alquilado. No tengo mucho: una cama sencilla, una mesa para dos (por si acaso), y las ganas de empezar de nuevo. A veces extraño lo que perdí; otras veces agradezco lo que aprendí.
Me pregunto: ¿cuántos regresan esperando un hogar y solo encuentran ruinas? ¿Cuántos más tendrán que reconstruirse desde cero? ¿Vale la pena seguir creyendo en el amor después de tanta traición?
¿Ustedes qué harían si al volver a casa descubren que ya no hay hogar para ustedes?