Entre dos generaciones: El precio de ser abuela en América Latina

—¡Mamá, ya basta!— gritó Lucía desde la cocina, mientras yo me miraba en el espejo del pasillo, ajustando mi blusa color fucsia y los aretes grandes que compré en el tianguis de la colonia. —Eres abuela, deberías vestirte acorde a tu edad. Y además, todas las abuelas cuidan a sus nietos, ¿por qué tú no puedes ser como las demás?

Sentí el ardor en la garganta, ese que sube cuando uno quiere llorar pero se aguanta. No era la primera vez que Lucía me lo decía. Desde que nació Emiliano, hace tres años, mi hija parece haber olvidado que antes de ser abuela fui mujer, esposa, hija… y sobre todo, fui yo misma.

Me llamo Teresa Ramírez y tengo 56 años. Vivo en Iztapalapa, en una casa pequeña pero llena de plantas y recuerdos. Mi esposo, Raúl, murió hace seis años de un infarto. Desde entonces, he tratado de reconstruir mi vida: retomé las clases de baile en la Casa de Cultura, salgo con mis amigas los viernes a tomar café y a veces hasta me animo a ir al cine sola. Pero para Lucía, todo eso es egoísmo.

—Mamá, ¿no te das cuenta?— continuó ella, con Emiliano colgado de su pierna—. Yo trabajo todo el día, no tengo a nadie más. Las mamás de mis amigas cuidan a sus nietos sin chistar. ¿Por qué tú no puedes?

Me acerqué y le puse la mano en el hombro. —Hija, yo te ayudo cuando puedo. Pero también tengo derecho a vivir mi vida. No quiero pasar mis días encerrada viendo caricaturas o calentando leche.

Lucía me miró con rabia y tristeza. —Siempre piensas en ti. Nunca piensas en mí.

Me quedé callada. ¿Era cierto? ¿Era yo tan egoísta como ella decía? Recordé cuando era niña y mi mamá, Doña Carmen, me decía que las mujeres debían sacrificarse por la familia. Que la felicidad de una madre era ver felices a sus hijos y nietos. Pero yo nunca vi feliz a mi mamá; siempre estaba cansada, con las manos agrietadas y la mirada perdida.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba los ruidos de la calle: los perros ladrando, los carros pasando rápido, una sirena lejana. Pensé en todas las mujeres de mi familia: mi abuela Rosa, que crió sola a siete hijos; mi tía Lucha, que nunca se casó porque tenía que cuidar a su mamá enferma; mi propia madre, resignada a una vida de sacrificios. ¿Era ese el destino inevitable de todas nosotras?

Al día siguiente, fui al mercado con mi amiga Yolanda. Mientras escogíamos jitomates, le conté lo que había pasado.

—Ay Tere, no te sientas mal—me dijo—. A mí también me lo han dicho mis hijos. Pero mira, si nosotras no nos cuidamos ahora, ¿cuándo? Ya criamos a nuestros hijos, ya dimos todo lo que teníamos que dar.

—Pero siento culpa—le confesé—. Como si estuviera traicionando algo…

Yolanda se rió.—La culpa es lo único que nos heredan las madres mexicanas.

Regresé a casa pensando en sus palabras. Cuando llegué, Lucía estaba esperándome en la sala con Emiliano dormido en brazos.

—Mamá, perdón por lo de ayer—me dijo bajito—. Es que estoy cansada… Siento que no puedo sola.

Me senté junto a ella y la abracé.—Lo sé, hija. Pero tienes que entenderme también. Yo quiero ayudarte, pero también quiero vivir.

Nos quedamos calladas un rato. Afuera llovía fuerte y el olor a tierra mojada entraba por la ventana.

—¿Tú crees que soy mala hija por pedirte ayuda?—me preguntó Lucía con los ojos llenos de lágrimas.

—No eres mala hija—le respondí—. Solo eres una mujer cansada buscando apoyo. Pero yo también soy una mujer cansada buscando un poco de alegría.

Esa tarde decidimos buscar una guardería para Emiliano entre las dos. No fue fácil: los precios eran altos y las listas de espera eternas. Pero al menos sentí que estábamos haciendo equipo y no luchando una contra la otra.

Con el tiempo, Lucía empezó a entenderme un poco más. A veces cuido a Emiliano unas horas para que ella descanse o salga con sus amigas. Pero también respeto mis espacios: sigo bailando los miércoles y saliendo los viernes con Yolanda.

A veces me pregunto si estoy haciendo lo correcto. Si es posible romper el ciclo sin dejar de ser buena madre o buena abuela. Si algún día dejará de dolerme la culpa cada vez que digo «no».

¿Será que algún día podremos ser mujeres completas sin tener que elegir entre nosotras mismas y nuestra familia? ¿Ustedes qué piensan? ¿Es posible ser abuela sin dejar de ser mujer?