Cuando la familia pesa más que el corazón: La historia de Melissa y yo

—¿De verdad no tienes a nadie más, Melissa? —le pregunté, mientras el viento helado de junio se colaba por la puerta de mi departamento en el centro de Rosario.

Ella negó con la cabeza, abrazando a su hija Sofía, que tiritaba bajo una campera prestada. Detrás, su esposo Martín bajaba la mirada, avergonzado. Sentí un nudo en el pecho. La familia es la familia, pensé. Y aunque mi departamento era pequeño y apenas alcanzaba para mí y mi hijo Tomás, no podía dejarla en la calle.

—Pasen —dije, haciéndome a un lado—. Vamos a ver cómo nos acomodamos.

Esa noche dormimos todos apretados. Sofía y Tomás compartieron el colchón inflable, mientras Melissa y Martín se acomodaron en el sofá. Yo apenas pegué un ojo. Escuchaba el crujido del piso, los suspiros de Melissa, el llanto ahogado de Sofía. Me repetía que era solo por unos días, hasta que Martín encontrara trabajo o pudieran alquilar algo.

Pero los días se hicieron semanas. Martín salía temprano con su currículum bajo el brazo y volvía cada vez más derrotado. Melissa intentaba ayudar en casa, pero pronto noté que las tareas recaían sobre mí: lavar los platos, hacer las compras, limpiar el baño. Mi sueldo de maestra suplente apenas alcanzaba para todos. Empecé a esconder el queso y el jamón para que duraran más. Tomás me preguntaba por qué no podía invitar a sus amigos como antes.

Una tarde, al volver del colegio, encontré a Sofía jugando con mis cosméticos. El labial rojo manchaba las paredes del baño. Sentí una rabia sorda, pero me contuve. Melissa llegó corriendo al escuchar mis gritos:

—¡Perdón! ¡No me di cuenta! Estaba cocinando y…

—No es solo eso, Melisa —le dije, la voz temblorosa—. Esto no puede seguir así. No puedo con todo.

Ella me miró con ojos húmedos.

—¿Querés que nos vayamos?

Me quedé callada. ¿Cómo decirle que sí? ¿Cómo cargar con esa culpa?

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Martín empezó a beber cerveza por las tardes. Una noche discutió con Melissa a los gritos; Tomás se encerró en su cuarto tapándose los oídos. Yo sentí que mi casa ya no era mi refugio.

Una mañana de domingo, mientras preparaba mate, escuché a Melissa hablando por teléfono con su madre:

—…No sé cuánto más vamos a poder quedarnos acá. Lucía está cada vez más rara…

Me dolió escuchar mi nombre así, como si fuera una extraña en mi propia casa.

El colmo llegó cuando desapareció dinero de mi billetera. No era mucho, pero era lo justo para la SUBE y un poco de pan. Pregunté con cuidado; todos negaron saber algo. Esa noche lloré en silencio, sintiéndome traicionada.

Al día siguiente enfrenté a Melissa:

—Melisa, esto ya no da para más. Necesito que busquen otro lugar.

Ella rompió en llanto.

—¿Y si terminamos en la calle? ¿Y si Sofía se enferma?

Me sentí una basura. Pero también sentí alivio al decirlo.

La noticia corrió rápido por la familia. Mi tía Marta me llamó indignada:

—¡Lucía! ¿Cómo vas a dejar a tu prima así? ¡La familia es lo primero!

Nadie preguntó cómo me sentía yo, ni cómo estaba Tomás. Solo importaba el deber familiar.

Melissa y su familia se fueron dos semanas después, a casa de una amiga suya en Villa Gobernador Gálvez. La despedida fue fría; Sofía ni siquiera me miró a los ojos. Martín apenas murmuró un gracias.

Mi casa volvió a ser mía, pero algo se había roto adentro. Tomás volvió a invitar amigos; yo volví a dormir tranquila, pero sentía un vacío enorme y una culpa que no me dejaba en paz.

A veces me pregunto si hice lo correcto. Si ayudar a la familia tiene límites o si esos límites son solo excusas para no cargar con problemas ajenos. ¿Hasta dónde llega el amor familiar antes de convertirse en sacrificio propio?

¿Ustedes qué hubieran hecho? ¿Dónde pondrían el límite entre ayudar y perderse a uno mismo?