La lucha invisible de Victoria: Entre crayones y silencios

—¡Victoria, por favor, no te vayas sin tu abrigo!— grité desde la puerta del aula, mientras la vi desaparecer entre los otros niños que corrían hacia la salida. Era una tarde fría de julio, y el viento del sur se colaba por las rendijas del viejo edificio escolar. Me quedé un momento mirando la puerta, sintiendo esa inquietud que solo una maestra puede entender: ese presentimiento de que algo no está bien.

Victoria tenía cinco años y era la más silenciosa del grupo. Sus ojos grandes y oscuros parecían absorberlo todo, pero rara vez devolvían una sonrisa. Llegaba siempre con el pelo desordenado y la ropa demasiado grande para su pequeño cuerpo. Su madre, Mariana, apenas cruzaba palabra conmigo; siempre apurada, siempre con la mirada baja.

Esa tarde, mientras recogía los juguetes y limpiaba las mesas manchadas de témpera, escuché a mis compañeras hablar en voz baja:

—Dicen que el papá de Victoria volvió a la casa…
—¿El que estuvo preso?
—Sí, por violencia…

Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que escuchaba historias así en el barrio, pero nunca dejan de doler. Pensé en Victoria, en su silencio, en cómo se sobresaltaba cada vez que alguien levantaba la voz.

Al día siguiente, la encontré sentada sola en el rincón de lectura, abrazando un libro sin abrirlo. Me acerqué despacio.

—¿Querés que te lea un cuento?
Ella negó con la cabeza.
—¿Te pasa algo, Vicky?
No respondió. Solo apretó más fuerte el libro contra su pecho.

Durante semanas intenté acercarme. Le ofrecía dibujar juntas, jugar con plastilina, pero ella siempre elegía estar sola. Un día, mientras los demás niños jugaban afuera, la vi mirando por la ventana con una expresión que me partió el alma.

—¿Extrañás a alguien?— pregunté suavemente.
Victoria bajó la mirada y murmuró:
—Mi mamá llora mucho cuando llego a casa.

Sentí ganas de abrazarla, pero me contuve. Sabía que debía ser cuidadosa. En mi experiencia, muchas veces los niños no pueden poner en palabras lo que viven en casa. Pero sus dibujos sí hablan. Y los de Victoria eran siempre casas oscuras, figuras pequeñas rodeadas de sombras.

Un viernes, Mariana llegó más tarde de lo habitual. Tenía un moretón en el pómulo y los ojos hinchados. Me miró apenas y susurró:
—Gracias por cuidar a Victoria…
Quise decirle tantas cosas: que no estaba sola, que podía pedir ayuda. Pero el miedo era palpable en su voz y en su cuerpo encorvado.

Esa noche no pude dormir. Pensé en todas las Victorias que pasan por nuestras aulas: niños que cargan con dolores demasiado grandes para su edad. Me pregunté si estaba haciendo lo suficiente. ¿Debería hablar con la directora? ¿Llamar a un asistente social? ¿Y si eso empeoraba las cosas para Victoria y su mamá?

El lunes siguiente, Victoria no vino al jardín. Tampoco el martes ni el miércoles. Llamé a su casa pero nadie atendió. Fui a buscarla al final de la semana; caminé por las calles embarradas del barrio hasta llegar a la casita de chapa y ladrillo donde vivían. Golpeé la puerta varias veces hasta que Mariana salió.

—Victoria está enferma— dijo sin mirarme a los ojos.
—¿Puedo verla?
Mariana dudó un instante y luego me dejó pasar. Adentro olía a humedad y a sopa recalentada. Victoria estaba acostada en una cama desvencijada, tapada hasta la cabeza.
Me senté a su lado y le acaricié el pelo.
—Te extrañamos mucho en el jardín…
Ella asomó apenas la cara y susurró:
—No quiero volver…

Esa noche lloré como hacía años no lo hacía. Sentí una impotencia feroz: ¿cómo podía protegerla? ¿Cómo podía ayudar a Mariana? Recordé las veces que había visto a mi propia madre llorar en silencio cuando yo era chica y mi papá llegaba borracho a casa. Recordé el miedo, la vergüenza, el deseo de desaparecer.

Al día siguiente hablé con la directora. Le conté todo lo que sabía y lo que intuía. Ella me escuchó con atención y luego suspiró:
—Sabés cómo es esto, Lucía… Si denunciamos y no hay pruebas suficientes, capaz terminan sacándole a la nena o empeorando todo…

Me sentí derrotada. Pero también supe que no podía quedarme de brazos cruzados. Empecé a buscar recursos: llamé a una ONG del barrio, hablé con una psicóloga amiga, busqué información sobre cómo acompañar a familias en situación de violencia sin exponerlas más.

Poco a poco, fui ganando la confianza de Mariana. Le ofrecí ir juntas al centro comunitario donde daban talleres para mujeres. Al principio se negó, pero un día apareció tímidamente en uno de los encuentros. Allí pudo hablar con otras mujeres que habían pasado por lo mismo. Vi cómo su postura cambiaba; cómo empezaba a mirar a los ojos otra vez.

Victoria volvió al jardín unas semanas después. Seguía callada, pero ya no se sobresaltaba tanto cuando alguien levantaba la voz. Un día me regaló un dibujo: era una casa con ventanas abiertas y flores en el jardín.

No sé si logré cambiarles la vida. No sé si mañana todo volverá a ser oscuro para ellas. Pero aprendí que a veces basta con estar presente, escuchar sin juzgar y tender una mano aunque parezca poco.

A veces me pregunto: ¿Cuántas Victorias pasan desapercibidas cada día? ¿Cuántos maestros sienten este mismo dolor e impotencia? ¿Qué más podríamos hacer si nos animáramos a mirar más allá del silencio?