El Precio de la Dignidad: Una Tarde en el Súper
—Señora, ¿va a pagar en efectivo o con tarjeta?— preguntó la cajera, sin mirarme a los ojos, mientras el pitido de la caja registradora marcaba el ritmo frenético del supermercado. El aire olía a pan recién horneado y desinfectante barato. Yo, Elena Ramírez, 74 años, con mi vestido azul y mi cabello recogido con esmero, sentí cómo el mundo se detenía por un instante.
Metí la mano en mi bolso de cuero gastado, buscando mi billetera. La sentí allí, pero al sacarla, mis dedos temblaron más de lo habitual. Recordé las palabras de mi hija Lucía esa mañana: “Mamá, ¿por qué no pides que te lleve? Es peligroso andar sola.” Pero yo insistí en que podía hacerlo. Siempre he sido independiente. Siempre he sido fuerte.
La cajera suspiró. Detrás de mí, una señora joven murmuró: —Siempre igual, se tardan una eternidad…
Me esforcé por ignorarla. Abrí la billetera y vi los billetes cuidadosamente doblados, pero también noté que faltaba mi tarjeta de débito. El corazón me dio un vuelco. ¿La habría dejado en casa? ¿O la perdí en el taxi?
—Son $250, señora —repitió la cajera, esta vez con impaciencia.
—Un momento, por favor… —dije, tratando de mantener la calma mientras contaba los billetes. Solo tenía $180. Busqué monedas en el fondo del bolso, pero apenas sumaban unos pesos más.
—No alcanza —dijo la cajera, alzando la voz para que todos escucharan.
Sentí las miradas clavadas en mi espalda. Un hombre detrás de mí resopló: —¡Apúrese! Algunos tenemos cosas que hacer.
Mi respiración se aceleró. Las luces del supermercado parecían más brillantes, el ruido más fuerte. Me apoyé en el carrito para no perder el equilibrio. El gerente se acercó.
—¿Hay algún problema aquí? —preguntó con voz autoritaria.
—La señora no puede pagar —respondió la cajera antes de que yo pudiera hablar.
—¿Tiene otra forma de pago? —insistió él.
Negué con la cabeza, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con brotar. No quería llorar frente a extraños. No quería ser una carga.
—Podemos llamar a alguien para que venga por usted —sugirió el gerente, ya impaciente.
—No hace falta —intenté decir con dignidad—. Solo déjeme llamar a mi hija…
Pero mis manos temblaban tanto que el celular cayó al suelo. Me agaché para recogerlo y sentí un mareo repentino. El suelo parecía moverse bajo mis pies. Alguien gritó: —¡Cuidado!
De pronto, todo fue confuso: voces lejanas, pasos apresurados, una sensación de frío recorriéndome el cuerpo. Cuando abrí los ojos, estaba sentada en una silla de plástico, rodeada por paramédicos y policías.
—¿Está bien, señora? —preguntó uno de los paramédicos mientras me tomaba el pulso.
—Solo fue un mareo… —susurré avergonzada.
La policía hablaba con el gerente. Escuché palabras como “emergencia”, “familia” y “protocolo”. Sentí que me trataban como si fuera invisible o peor aún, como si fuera un problema del que nadie quería hacerse cargo.
Una mujer joven se acercó y me ofreció una botella de agua. —¿Quiere que le ayude a llamar a alguien?
Negué otra vez. No quería preocupar a Lucía ni a mis nietos. No quería ser motivo de vergüenza o lástima.
Mientras tanto, algunos clientes murmuraban entre ellos:
—Pobrecita…
—Seguro está sola…
—A esa edad ya no deberían andar solas…
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué nos ven así? ¿Por qué creen que dejamos de ser personas cuando envejecemos?
Finalmente logré llamar a Lucía. Su voz sonaba alarmada al otro lado del teléfono:
—¡Mamá! ¿Qué pasó? ¡Ya voy para allá!
Mientras esperaba, uno de los policías intentó tranquilizarme:
—No se preocupe, señora Elena. Esto le puede pasar a cualquiera.
Pero yo sabía que no era cierto. No le pasa a cualquiera; le pasa a quienes ya nadie ve, a quienes caminan despacio porque cada paso duele, a quienes cargan no solo bolsas sino años de recuerdos y ausencias.
Lucía llegó corriendo, con los ojos llenos de lágrimas y rabia:
—¿Por qué no me avisaste? ¡Te dije que te acompañara!
No supe qué responderle. Quise decirle que solo quería sentirme útil, sentirme viva. Pero las palabras se quedaron atoradas en mi garganta.
El gerente se acercó y me ofreció una disculpa forzada:
—Lamentamos lo sucedido, señora Ramírez… Si necesita ayuda para sus compras en el futuro…
Asentí sin mirarlo. Sabía que solo quería evitar problemas.
Salimos del supermercado bajo la mirada curiosa de todos. Afuera, Lucía me abrazó fuerte:
—Mamá, no tienes que demostrarle nada a nadie…
Pero yo sí sentía que tenía que demostrarme algo a mí misma: que aún podía valerme por mí misma; que aún era alguien.
Esa noche, mientras cenábamos juntas en silencio, pensé en todas las veces que había juzgado a otros sin saber su historia. Pensé en la soledad disfrazada de independencia y en la dignidad que tantas veces se pierde entre pasillos llenos de gente apurada.
¿En qué momento dejamos de vernos unos a otros como personas? ¿Cuándo fue que la prisa y el prejuicio nos robaron la empatía?
¿Ustedes qué harían si vieran a alguien como yo en esa situación? ¿Realmente estamos preparados para envejecer en esta sociedad?