Las huellas invisibles: El precio de querer proteger
—Mamá, ¿por qué nunca confiaste en que yo podía sola? —La voz de Victoria tiembla, y sus ojos, tan parecidos a los míos, se llenan de lágrimas. Estamos en la sala de espera del hospital San Juan de Dios, en pleno centro de Medellín. Afuera, la lluvia golpea los ventanales con furia. Yo sostengo su mano, pero siento que la distancia entre nosotras es más grande que nunca.
No sé qué responderle. Me quedo callada, mirando el suelo gastado, recordando todas las veces que le dije qué hacer, cómo vestirse, qué carrera elegir. Siempre pensé que era por su bien. ¿No es eso lo que hacen las madres? Pero ahora, viendo a mi hija adulta, con dos títulos universitarios y una niña pequeña a su lado, me doy cuenta de que quizá me equivoqué.
Victoria nació en una época difícil. Su papá, Julián, trabajaba en la mina y yo vendía arepas en la esquina para completar el mercado. Desde pequeña fue una niña tranquila, callada, siempre obediente. Yo la vestía con moños grandes y le enseñaba a rezar antes de dormir. Cuando cumplió siete años y empezó a sacar las mejores notas del colegio, sentí un orgullo inmenso. «Mi hija va a ser alguien en la vida», le decía a las vecinas.
Pero también sentía miedo. Miedo de que el mundo le hiciera daño, de que cometiera los mismos errores que yo. Así que empecé a decidir por ella: qué amigos podía tener, a qué fiestas ir, incluso qué libros leer. Cuando terminó el bachillerato y me dijo que quería estudiar arte, le respondí tajante:
—Eso no da plata, mija. Mejor estudie derecho o medicina.
Victoria bajó la cabeza y aceptó sin protestar. Se inscribió en derecho y luego, para complacerme aún más, hizo una segunda carrera en administración. Yo celebraba cada logro suyo como si fuera propio. Pero nunca me detuve a preguntarle si era feliz.
El tiempo pasó rápido. Victoria se casó joven con Andrés, un muchacho trabajador pero inseguro. Tuvieron una niña preciosa, Luciana. Yo seguía opinando en todo: cómo debía criar a Luciana, qué debía cocinarle, hasta cómo debía organizar su casa. Victoria me escuchaba en silencio, pero sus ojos se iban apagando poco a poco.
Una tarde cualquiera, hace apenas dos semanas, todo cambió. Victoria llegó a mi casa llorando. Andrés la había dejado por otra mujer y ella no sabía qué hacer. Yo la abracé fuerte y le dije:
—Tranquila, mija. Yo estoy aquí para ayudarte.
Pero esa noche, mientras la veía dormir abrazada a Luciana en mi cama, sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué mi hija no podía enfrentar sola sus problemas? ¿Por qué siempre volvía a mí?
Hoy, sentadas en este hospital porque Luciana tiene fiebre alta y Victoria no sabe si debe internarla o esperar al pediatra, me doy cuenta de que mi hija no confía en sus propias decisiones. Me mira buscando aprobación para todo: desde comprar un medicamento hasta elegir la ropa de Luciana.
—Mamá —insiste—, ¿tú qué harías?
Y yo siento ganas de gritarle: «¡Haz lo que tú creas mejor!» Pero no puedo. Porque fui yo quien le enseñó a dudar de sí misma.
Recuerdo cuando era niña y quería ir sola al parque con sus amigas del barrio. Yo siempre encontraba una excusa para acompañarla:
—Es peligroso —le decía—. Mejor voy contigo.
O cuando quiso irse de intercambio a Buenos Aires durante la universidad:
—Eso es muy lejos —le advertí—. ¿Y si te pasa algo? Aquí tienes todo lo que necesitas.
Victoria renunció al viaje sin protestar. Y yo sentí alivio… hasta hoy.
En la sala del hospital veo a otras madres jóvenes tomando decisiones rápidas por sus hijos. Victoria me mira con desesperación:
—Mamá, dime algo…
Y entonces lo entiendo: mi amor fue una jaula dorada.
Me acuerdo de mi propia madre, Doña Carmen, una mujer dura que me crió entre gritos y carencias en un barrio polvoriento de Bucaramanga. Siempre juré que sería diferente con mi hija: más amorosa, más presente. Pero quizá fui demasiado presente.
Victoria se levanta para ir al baño y yo me quedo sola con Luciana dormida sobre mis piernas. Miro su carita sudorosa y pienso: ¿estoy repitiendo el ciclo? ¿Estoy condenando a mi nieta a la misma inseguridad?
Cuando Victoria regresa, se sienta a mi lado y me toma la mano.
—Mamá… —susurra— ¿alguna vez te sentiste sola?
La pregunta me desarma. Siento un nudo en la garganta.
—Sí —respondo al fin—. Muchas veces.
Victoria asiente y se seca las lágrimas.
—Yo también —dice—. Pero no quiero que Luciana crezca sintiendo miedo de equivocarse.
Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera sigue lloviendo y el olor a desinfectante llena el aire.
Pienso en todas las madres del barrio: en Rosaura, que dejó que su hijo se fuera a trabajar a Chile; en Maritza, que apoyó a su hija cuando salió embarazada siendo adolescente; en Teresa, que perdió a su hijo por la violencia y aún así dice: «Hay que dejarlos volar».
¿Será que todas cargamos con culpas? ¿Será que amar demasiado también puede ser un error?
Victoria se levanta cuando llaman nuestro turno y entra al consultorio con Luciana en brazos. Por primera vez no me mira buscando aprobación; camina decidida y cierra la puerta tras de sí.
Me quedo afuera esperando y pienso en todo lo que no dije: lo orgullosa que estoy de ella por ser fuerte; lo mucho que lamento haberla hecho dudar de sí misma; lo difícil que es soltar cuando uno solo quiere proteger.
Cuando sale del consultorio sonríe tímidamente.
—El doctor dice que Luciana estará bien —me informa—. Solo fiebre viral.
La abrazo fuerte y le susurro al oído:
—Confío en ti, hija.
Mientras salimos del hospital bajo la lluvia, siento que algo ha cambiado entre nosotras. Quizá todavía hay tiempo para aprender juntas a soltar el miedo y dejar espacio para crecer.
¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Cómo encontrar el equilibrio entre proteger y dejar ser? ¿Cuántas veces nos equivocamos creyendo que hacemos lo correcto?