La deuda invisible: Cuando la solidaridad se convierte en carga

—¿Otra vez sopa de fideos, tía Laura? —pregunta Camila, con esa vocecita dulce que me parte el alma y, al mismo tiempo, me agota.

Son las siete y media de la noche. Afuera, los cláxones y el bullicio del Centro Histórico se cuelan por la ventana rota de mi cocina. Camila, la hija de mi vecina Mariana, mastica despacio mientras mira el plato con resignación. Yo revuelvo el arroz en la olla, sintiendo el peso de la rutina sobre mis hombros.

No es la primera vez que Mariana toca mi puerta con prisas y excusas: “Ay, Laurita, ¿puedes cuidar a Cami un ratito? Tengo que salir a buscar trabajo…”, “Se me fue la luz en casa, ¿puedes darle algo de cenar?”. Al principio, lo hacía con gusto. Sé lo difícil que es ser madre soltera en esta ciudad. Pero ya van tres meses y la frecuencia ha aumentado. Ahora Mariana ni siquiera pregunta; simplemente deja a Camila en mi puerta y desaparece.

Esta noche, mientras le sirvo más sopa a Camila, escucho risas y música en el departamento de Mariana. Me asomo por la mirilla: hay dos hombres jóvenes y botellas de cerveza sobre la mesa. Siento una punzada de rabia mezclada con culpa. ¿De verdad está buscando trabajo? ¿O solo se está aprovechando de mi buena voluntad?

—¿Te gusta vivir aquí, Cami? —le pregunto, intentando sonar casual.

Ella asiente, pero su carita se arruga.

—A veces extraño a mi abuelita en Veracruz —susurra.

Me arrodillo a su lado y le acaricio el cabello. Pienso en mi propia infancia, en los días en que mi mamá trabajaba doble turno y yo me quedaba sola con una vecina que apenas conocía. ¿Estoy repitiendo la historia?

A las nueve, Mariana aparece por fin. Huele a perfume barato y su risa es más fuerte de lo normal.

—¡Gracias, Laurita! Eres un ángel —dice, sin mirarme a los ojos. Toma a Camila de la mano y se la lleva sin más.

Cierro la puerta y me recuesto contra ella. Siento un nudo en el estómago. ¿Por qué no puedo decirle que ya no puedo más? ¿Por qué me cuesta tanto poner límites?

Al día siguiente, en el mercado, me encuentro con Doña Rosa, la portera del edificio.

—¿Otra vez te dejaron a la niña? —me pregunta con una ceja levantada.

Asiento, avergonzada.

—Mira, Laurita —me dice bajito—, una cosa es ayudar y otra dejarse abusar. Mariana siempre ha sido así. Cuando vivía su mamá aquí, también le dejaba todo el paquete…

Camino de regreso a casa con las palabras de Doña Rosa retumbando en mi cabeza. ¿Estoy ayudando o solo facilitando que Mariana evada sus responsabilidades?

Esa noche, Mariana toca mi puerta antes de las seis.

—Laurita, ¿puedes quedarte con Cami? Tengo una entrevista…

La interrumpo antes de que termine.

—Mariana, necesito hablar contigo —le digo, tratando de mantener la voz firme—. Me encanta cuidar a Camila, pero últimamente siento que esto se ha vuelto una rutina. Yo también tengo mis cosas y no siempre puedo hacerme cargo.

Mariana me mira como si le hubiera dado una bofetada.

—¿Me estás diciendo que no quieres ayudarme? —su voz tiembla entre enojo y sorpresa.

—No es eso… Solo necesito que me avises con tiempo y que no sea tan seguido. No puedo hacerme responsable todos los días —respondo, sintiendo cómo me arde la cara.

Mariana aprieta los labios y baja la mirada. Por un momento temo que va a llorar.

—No sabes lo difícil que es para mí… No tengo a nadie más —susurra.

Me duele escucharla. Sé que su situación es complicada. Pero también sé que yo no puedo cargar con todo.

—Lo sé, Mariana. Pero tampoco es justo para mí —le digo suavemente.

Se va sin decir más. Esa noche no escucho música ni risas en su departamento. El silencio pesa más que cualquier discusión.

Los días siguientes son incómodos. Mariana apenas me saluda en las escaleras. Camila me mira desde lejos con ojos tristes. Me siento culpable y aliviada al mismo tiempo.

Una tarde, escucho golpes en la puerta. Es Camila, sola.

—Mi mamá no ha llegado… Tengo hambre —dice bajito.

La dejo pasar y le preparo un sándwich. Mientras come, pienso en llamar a Mariana o incluso a los servicios sociales. Pero algo me detiene: sé que aquí las cosas no son tan simples. La burocracia es lenta y muchas veces termina perjudicando a los niños más que ayudarlos.

Esa noche decido hablar con Mariana una vez más. Toco su puerta y espero. Cuando abre, tiene los ojos hinchados.

—Perdón por todo —me dice antes de que pueda hablar—. No quería abusar de ti… Es solo que estoy tan cansada…

Nos sentamos en su sala desordenada. Me cuenta cómo perdió su trabajo en una fonda por culpa de la pandemia, cómo su familia en Veracruz apenas tiene para comer y cómo a veces siente que se ahoga en esta ciudad inmensa.

—No quiero perder tu amistad —me dice—. Pero tampoco sé cómo salir adelante sola.

Le propongo buscar juntas opciones: guarderías públicas, apoyo del DIF, incluso turnarnos para cuidar a Camila con otras vecinas.

No es fácil ni rápido. Pero poco a poco Mariana empieza a organizarse mejor. Ya no deja a Camila conmigo todos los días; algunas veces se la lleva al trabajo o consigue que otra vecina la cuide por unas horas.

La relación entre nosotras cambia: ya no soy solo la vecina buena onda que resuelve todo; ahora soy alguien que puso un límite y aún así tendió la mano cuando fue necesario.

A veces me pregunto si hice lo correcto al ponerle un alto a Mariana o si debí aguantar un poco más por Camila. Pero también sé que si no cuido mis propios límites, terminaré vacía y resentida.

¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad como vecinos? ¿Cuándo ayudar deja de ser solidaridad para convertirse en carga? Me gustaría saber qué piensan ustedes.