¡Basta de Ensaladas! Dame un Asado o Me Voy: La Historia de Tomás y Camila
—¡No puedo más, Camila! —grité, con el cuchillo en la mano, mientras cortaba otra vez esa maldita lechuga romana. El olor del aceite de oliva y el vinagre balsámico me revolvía el estómago. Ella me miró desde la puerta, con esa calma que a veces me desespera.
—Tomás, ¿por qué tienes que hacer tanto drama? Es solo una ensalada. Si quieres, le pongo un poco de quinoa—me dijo, como si eso fuera suficiente para calmar mi hambre de verdad.
Pero no era solo la ensalada. Era todo: los domingos sin asado, las reuniones familiares donde yo era el raro por llevar mi propio tupper con tofu, las miradas de mi viejo cuando veía que no tocaba ni una empanada. Era sentir que estaba traicionando algo más profundo que mi estómago.
Me llamo Tomás Ramírez. Nací en Rosario, Argentina, en una familia donde el asado es religión y el mate se comparte hasta con desconocidos. Mi papá, Don Ernesto, siempre decía que un hombre se mide por cómo prende el fuego y cómo corta la carne. Pero desde que Camila entró en mi vida, todo cambió.
Camila es nutricionista. Hija de una profesora universitaria y un médico, siempre fue la mejor en todo. Nos conocimos en la facultad de medicina; ella era la que llevaba frutas cortadas en un tupper y yo el que llegaba con sandwich de milanesa y Coca. Al principio, me enamoró su pasión por la vida sana. Me hacía reír cuando me corregía: “No es milanesa, es una bomba de colesterol”.
Pero después de tres años juntos, la pasión se volvió rutina y la rutina, conflicto. Cada vez que iba a lo de mis viejos, sentía que tenía que elegir entre ella y mi familia. Mi mamá me preguntaba bajito: “¿No te hace falta un poco de carne, hijo?” Y mi papá ni hablaba; solo miraba el vacío del plato.
Una noche, después de una discusión por un guiso de lentejas sin chorizo, decidí escaparme. Dije que tenía mucho trabajo y salí directo al bodegón de la esquina. El olor a parrilla me abrazó como un viejo amigo. Pedí un bife de chorizo jugoso y una copa de Malbec. Mientras masticaba ese primer bocado, sentí que volvía a ser yo.
Pero la culpa llegó rápido. Miré el celular: diez mensajes de Camila.
—¿Dónde estás? ¿Por qué no contestás?—
No respondí. Esa noche dormí en el sillón.
Al día siguiente, intenté hablarlo con ella.
—Cami, extraño comer como antes. Extraño los domingos con asado y vino. Siento que me estoy perdiendo a mí mismo.
Ella se quedó callada un rato largo. Luego me abrazó fuerte.
—Yo también extraño cosas tuyas, Tomi. Extraño cuando te entusiasmabas con mis recetas nuevas, cuando no te enojabas por cada verdura que ponía en la mesa. Pero no quiero perderte por esto.
Nos quedamos así, abrazados en silencio. Pero el problema seguía ahí, como una espina.
La tensión creció cuando mi hermana Lucía anunció su cumpleaños con asado familiar. Camila dudó en ir; yo insistí. Llegamos y el aire olía a humo y carne dorándose. Mi papá me guiñó un ojo mientras giraba las achuras sobre la parrilla.
—¿Y? ¿Hoy sí vas a comer como Dios manda?—me dijo en voz baja.
Camila sonrió forzada y sacó su tupper con ensalada de kale y semillas de chía. Las tías cuchicheaban; los primos se reían bajito.
En medio del almuerzo, mi papá levantó la copa:
—Por los Ramírez, que nunca olvidan sus raíces.
Sentí la presión en el pecho. Miré a Camila; sus ojos brillaban con lágrimas contenidas. Me levanté y salí al patio trasero. Ella vino detrás.
—No puedo más con esto —dije—. Siento que tengo que elegir entre vos y mi familia.
Ella lloró en silencio. Yo también.
Esa noche hablamos largo. Decidimos ir a terapia de pareja. La psicóloga nos preguntó qué significaba para cada uno la comida.
Para mí era pertenencia, historia, amor familiar. Para Camila era salud, autocuidado, futuro.
Empezamos a negociar: un domingo asado con mi familia; otro domingo menú vegano con sus amigos del gimnasio. Aprendí a disfrutar su guiso de lentejas (con un poco de chorizo escondido). Ella probó mi vacío a la parrilla (y le gustó).
Pero no fue fácil. Hubo recaídas: yo escapándome al bodegón; ella llorando porque sentía que no la apoyaba. Mis viejos tardaron en aceptar que podía amar a alguien tan distinta; sus padres nunca entendieron cómo podía seguir comiendo carne roja.
Un día, Camila me llevó a visitar a su abuela en Córdoba. Allí entendí algo importante: su abuela cocinaba locro vegetariano porque su abuelo murió joven por problemas cardíacos. La comida también era memoria para ella; solo que distinta a la mía.
Volvimos a Rosario más unidos. Aprendimos a cocinar juntos: empanadas de carne para mí; humita para ella; mate compartido para los dos.
Hoy seguimos peleando por qué poner en la mesa, pero ya no sentimos que tenemos que elegir entre uno u otro. Aprendimos a mezclar nuestras raíces sin perderlas.
A veces me pregunto: ¿Cuántas parejas se separan por cosas tan simples como lo que comen? ¿Cuánto estamos dispuestos a ceder por amor sin dejar de ser nosotros mismos?
¿Ustedes qué harían? ¿Hasta dónde llegarían por alguien que aman?