Hoy, mientras viajaba en el metro de Ciudad de México, me pregunté por qué sigo usando tacones a mis cuarenta y cinco años. En el reflejo de la ventana, vi a una mujer que lucha por mantener su dignidad y su pasión artística en un mundo que la ignora. Entre el maquillaje, las expectativas familiares y la soledad, busco respuestas sobre quién soy realmente.
Mi hija Valentina dejó su trabajo estable en una notaría en Bogotá para perseguir su sueño de ser artista plástica. Al principio, me llené de miedo y enojo, temiendo por su futuro y la estabilidad de nuestra familia. Sin embargo, su valentía me obligó a enfrentar mis propios miedos y a replantear el rumbo de mi vida.
Siempre creí que era invisible, una más entre tantos en mi barrio de Buenos Aires. Mi madre repetía que el arte era para otros, no para quienes luchan por llegar a fin de mes. Todo cambió el día que encontré un viejo pincel en la caja de herramientas de mi abuelo y, por primera vez, sentí que podía ser dueña de mi propio destino.
En medio de una tormenta familiar, me enfrento a la decisión más difícil de mi vida: seguir mi pasión creativa o sacrificarla por la estabilidad de mi familia. Mi esposo, Julián, y mi hija, Sofía, son mi mundo, pero la presión social y económica en nuestra ciudad de Medellín me ahogan. Entre lágrimas, discusiones y momentos de ternura, descubro que el verdadero arte está en reconstruir lo que el miedo amenaza con destruir.
Desde niña viví en el silencio y la tensión entre mi mamá y mi papá en nuestro pequeño departamento en la colonia Roma, Ciudad de México. Cuando encontré un viejo pincel que perteneció a mi abuelo, comencé a buscar mi voz y el valor para enfrentar los secretos familiares. Esta es la historia de mi lucha por ser yo misma, la esperanza y lo difícil que es romper las cadenas del silencio.
