Siempre fui la mediadora en mi familia, la que calmaba los ánimos y ponía paz. Nadie veía que yo también me cansaba, que a veces quería gritar o simplemente desaparecer. Esta es la historia de cómo llegué al límite y aprendí a preguntarme: ¿quién me cuida a mí?
Durante años, oculté mi tristeza tras una sonrisa, convenciendo a todos de que era feliz. El día que me derrumbé frente a mi familia, salió a la luz la soledad que me consumía. Solo al mostrar mi vulnerabilidad, descubrí que pedir ayuda no es debilidad, sino el inicio de la verdadera fortaleza.
En la oscuridad de una madrugada bogotana, enfrenté sola el nacimiento de mi hijo, aferrada a mi independencia y al amor por mi esposo, Julián. Mi decisión de parir en casa, impulsada por el deseo de proteger y cuidar a mi familia, me llevó a enfrentar una tragedia que cambió mi vida para siempre. Hoy me pregunto si la fortaleza siempre es virtud o si, a veces, es solo miedo a pedir ayuda.
Sostuve un vaso de agua durante horas, mientras mi familia discutía a mi alrededor y los problemas parecían ahogarme. En medio del caos de mi hogar en Ciudad de México, comprendí que el peso de mis preocupaciones no dependía del vaso, sino del tiempo que lo sostenía. Esta es la historia de cómo aprendí a soltar, aunque el miedo y la culpa me dijeran lo contrario.
Me llamo Nicole y mi vida dio un giro inesperado cuando el amor de mi vida, Sebastián, comenzó a obsesionarse con la limpieza y el orden. Lo que empezó como una costumbre curiosa —cambiarse los calcetines cinco veces al día— se transformó en el epicentro de una crisis familiar que nos obligó a enfrentarnos a nuestros miedos, prejuicios y heridas no sanadas. Esta es la historia de cómo una simple manía puede desatar tormentas en el corazón de una familia latinoamericana.
