El precio de la custodia: La historia de Julián y sus hijos

—¡No me digas que otra vez olvidaste recoger a Valentina del jardín, Julián!— gritó mi madre desde la cocina, mientras yo trataba de calmar a Mateo, que lloraba porque no encontraba su cuaderno de tareas.

Esa fue la tercera vez en una semana. Mi cabeza daba vueltas. El reloj marcaba las seis y media, y la ciudad de Medellín rugía afuera con su tráfico y su lluvia pertinaz. Sentí el peso de la responsabilidad aplastándome el pecho. ¿En qué momento mi vida se redujo a listas de compras, loncheras y reuniones escolares?

Hace un año, Camila y yo firmamos el divorcio. Fue un proceso largo, lleno de reproches y silencios. Los dos sabíamos que el amor se había ido, pero nunca imaginé que la custodia de Mateo y Valentina sería tan complicada. Mi abogado, don Ernesto, me convenció de pelear por la custodia compartida. «Demuestra que eres un papá presente, Julián. Eso te dará ventaja», me dijo con voz grave y segura.

Al principio, me sentí invencible. Me veía como esos padres de las películas: cocinando arepas en las mañanas, ayudando con las tareas, jugando fútbol en el parque. Pero la realidad fue otra. Camila se mudó a otra ciudad por trabajo y los niños quedaron conmigo a tiempo completo. Nadie me preparó para las noches sin dormir cuando Valentina tenía fiebre o para las rabietas de Mateo porque extrañaba a su mamá.

—Papá, ¿por qué mamá no viene a verme?— preguntó Mateo una noche, con los ojos llenos de lágrimas.

No supe qué responderle. Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle a un niño de ocho años que los adultos también se equivocan? Que a veces el amor no basta para mantener una familia unida.

Mi madre trataba de ayudarme, pero ya estaba mayor y sus fuerzas no eran las mismas. Mis amigos comenzaron a alejarse. «Vamos a ver el partido, Julián», decían al principio. Pero después dejaron de invitarme. Yo tampoco tenía ganas. ¿Cómo iba a dejar solos a los niños?

Las cosas empeoraron cuando perdí mi trabajo en la empresa de seguros. El jefe me llamó a su oficina:

—Julián, lo siento mucho, pero tenemos que recortar personal.

Salí con la carta de despido en la mano y una sensación de fracaso que me carcomía por dentro. ¿Cómo iba a mantener a mis hijos? Empecé a vender empanadas en la esquina del barrio. Al principio me daba vergüenza, pero necesitaba el dinero.

Una tarde, mientras recogía a Valentina del jardín infantil, la profesora me detuvo:

—Señor Julián, ¿ha pensado en buscar ayuda psicológica para los niños? Están muy sensibles últimamente.

Sentí que todo el mundo me juzgaba. Que todos pensaban que yo era un mal padre. Esa noche lloré en silencio mientras los niños dormían. Extrañaba mi vida antes del divorcio: las salidas con amigos, las noches tranquilas viendo series con Camila, incluso las discusiones tontas sobre quién lavaba los platos.

Un día recibí una llamada inesperada:

—Julián, soy Camila. Voy a regresar a Medellín por unos meses. Quiero ver a los niños.

Mi corazón se aceleró. ¿Y si quería llevárselos? ¿Y si pensaba que yo no era suficiente?

Cuando Camila llegó, los niños corrieron a abrazarla. Yo sentí una mezcla de alivio y celos. Durante la cena, ella me miró con compasión:

—Sé que no ha sido fácil para ti. Si quieres, puedo ayudarte unos días.

Acepté sin dudarlo. Por primera vez en meses dormí una noche entera sin sobresaltos. Camila llevó a los niños al parque, les preparó su comida favorita y hasta ayudó a Mateo con las tareas.

Pero pronto volvieron los viejos conflictos.

—Julián, los niños necesitan estabilidad. No puedes seguir cambiando de trabajo cada mes— me reprochó Camila una noche.

—¿Y tú crees que es fácil? ¡Tú te fuiste! Yo me quedé aquí solo con ellos— le respondí alzando la voz.

Los niños escucharon la discusión desde el pasillo. Al ver sus caritas asustadas, sentí una vergüenza profunda.

Esa noche tomé una decisión difícil: llamé a Camila y le propuse repartir la custodia nuevamente.

—No puedo más, Cami. Los amo, pero siento que los estoy lastimando más de lo que los ayudo.

Ella asintió en silencio. Al día siguiente fuimos juntos al juzgado para modificar el acuerdo de custodia.

Hoy veo a mis hijos solo algunos fines de semana y algunas tardes entre semana. A veces siento alivio; otras veces, una tristeza insoportable. Me pregunto si tomé la decisión correcta o si simplemente fui cobarde.

A veces me encuentro mirando fotos viejas: Mateo aprendiendo a andar en bicicleta, Valentina disfrazada de mariposa en el jardín infantil… Me pregunto si algún día ellos entenderán todo lo que hice por amor.

¿Será que algún día mis hijos podrán perdonarme por no haber sido el papá perfecto? ¿O acaso todos estamos condenados a repetir los errores de nuestros padres?