La Soledad de Isabella: Más Allá de los Hijos y el Silencio
—¿Sabe usted lo que es llegar a casa y que el eco sea su única compañía? —me preguntó Isabella, con la voz quebrada y los ojos fijos en la ventana, donde la lluvia caía lenta sobre el asfalto agrietado de nuestro barrio en Medellín.
No supe qué responder. Yo estaba ahí como voluntaria, repartiendo café y galletas a los adultos mayores del centro comunitario. Pero Isabella no buscaba café; buscaba un oído, alguien que no la mirara con lástima ni con esa condescendencia que a veces tenemos los jóvenes cuando pensamos que la soledad es un castigo para quienes no tuvieron hijos.
—Toda mi vida me dijeron que debía tener hijos para no quedarme sola —continuó, apretando la taza entre sus manos arrugadas—. Mi mamá, mis tías, hasta las vecinas. “Isabella, una mujer sin hijos es como una casa sin ventanas”, decían. Pero yo… yo elegí otra cosa.
Me senté a su lado, sintiendo el peso de sus palabras. Afuera, el bullicio del barrio contrastaba con el silencio entre nosotras. Isabella suspiró y empezó a contarme su historia, una historia que me atravesó como un relámpago.
—Tenía veinte años cuando conocí a Ernesto —dijo, y una sonrisa fugaz iluminó su rostro—. Era un muchacho pobre pero soñador, de esos que creen que el mundo se puede cambiar con palabras bonitas y promesas de amor eterno. Nos enamoramos en las fiestas del pueblo, bailando cumbia bajo las luces de colores. Pero mi familia quería otra cosa para mí: un hombre con plata, con apellido, con futuro.
La voz de Isabella tembló al recordar la presión familiar. Me habló de su padre, don Ramiro, un hombre duro que nunca le permitió soñar más allá de las paredes de su casa. Me habló de su madre, doña Teresa, obsesionada con los nietos que nunca llegaron.
—Me casé con Julián porque era lo que se esperaba de mí —confesó—. Un hombre bueno, trabajador, pero nunca lo amé. Y cuando llegaron los años y los hijos no…
Se detuvo. El silencio se hizo espeso entre nosotras.
—¿Nunca quiso tener hijos? —me atreví a preguntar.
—Querer… tal vez sí. Pero no con él. Y después de tanto tiempo fingiendo, el cuerpo se cansa, el alma se apaga. Julián se fue con otra mujer más joven; mi familia me dio la espalda por “fracasar” como esposa y madre. Y aquí estoy…
Vi en sus ojos una mezcla de orgullo y tristeza. No era una mujer derrotada; era una sobreviviente.
—¿Y Ernesto? —pregunté, casi en susurro.
Isabella sonrió con nostalgia.
—Se fue a Venezuela buscando fortuna. Me escribió cartas durante años, pero yo ya estaba casada. Cuando por fin me atreví a buscarlo… ya era tarde. Había muerto en un accidente en la mina.
La lluvia golpeaba más fuerte ahora. Isabella miró sus manos y luego me miró a mí.
—¿Sabe qué es lo más duro? No es no tener hijos. Es cargar con los sueños rotos y las palabras no dichas. La gente cree que los hijos son garantía contra la soledad, pero yo he visto amigas rodeadas de nietos que igual lloran en silencio cada noche.
Me contó de su amiga Marta, madre de cinco hijos que nunca la visitan; de don Felipe, cuyo único hijo vive en Miami y sólo llama por Navidad; de doña Luz Marina, quien perdió a su hija en un accidente y desde entonces vive entre fotos y recuerdos.
—La soledad no se cura con compañía —dijo Isabella—. Se cura aceptando lo que uno es y lo que uno ha perdido. Yo aprendí a bailar sola en mi sala, a leer novelas hasta quedarme dormida, a hablarle a las plantas como si fueran viejas amigas.
Su risa llenó el cuarto por un instante.
—A veces me preguntan si me arrepiento. ¿Arrepentirme? Tal vez de no haber sido más valiente cuando era joven. Pero no de no tener hijos. La vida me dio otras cosas: viajes cortos al mar Caribe, amistades sinceras, tardes como esta donde puedo contar mi historia sin miedo al juicio.
Me habló de sus días buenos: cuando cocina arepas para los vecinos, cuando ayuda a los niños del barrio con las tareas, cuando ve telenovelas y llora sin vergüenza por amores imposibles.
—¿Y nunca sintió miedo al futuro? —le pregunté.
—Claro que sí —respondió—. Pero el miedo no se va porque tengas hijos. El miedo se enfrenta cada día, con o sin familia. Yo aprendí a hacerme compañía a mí misma. Y aunque hay noches largas y frías… también hay mañanas llenas de sol.
Me quedé pensando en todo lo que me había dicho. En mi propia familia, donde siempre se habla del deber de ser madre como si fuera el único camino hacia la felicidad. En mis amigas que sienten culpa por no querer hijos o por no poder tenerlos.
Isabella me tomó la mano antes de irse.
—No deje que nadie le diga cómo debe vivir su vida —me aconsejó—. La soledad es parte del viaje; lo importante es aprender a abrazarla sin miedo.
La vi alejarse bajo la lluvia, caminando despacio pero firme. Sentí una mezcla de admiración y tristeza por esa mujer que había desafiado todas las expectativas y había encontrado su propia manera de estar en el mundo.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas Isabellas hay en nuestros barrios? ¿Cuántas historias calladas detrás de puertas cerradas? ¿De verdad creemos que los hijos son la única cura para la soledad o es sólo un consuelo aprendido? ¿Qué significa realmente estar acompañado?
Quizás la verdadera compañía empieza por aceptarnos tal como somos, con nuestras heridas y nuestras decisiones.