Después de Veinte Años Juntos, Él se Fue: Aprendiendo a Vivir Sola en un Mundo que Espera que me Case de Nuevo

—¿Y ahora qué vas a hacer, mamá? —me preguntó Camila, mi hija, mientras recogía los platos de la cena. Su voz temblaba entre la preocupación y la rabia contenida. Yo apenas podía mirarla a los ojos. El eco de la puerta cerrándose tras Julián aún retumbaba en mi pecho. Veinte años juntos y, de repente, el silencio.

No sé si alguna vez han sentido cómo se desmorona una casa desde adentro. No hablo de paredes ni techos, sino de esos hilos invisibles que sostienen la rutina: el café compartido en la mañana, los mensajes al mediodía, las peleas tontas por el control remoto. Todo eso se fue con Julián aquella noche lluviosa en Guadalajara, cuando me dijo que ya no podía más, que necesitaba encontrarse a sí mismo. ¿Encontrarse? ¿Después de veinte años?

Me quedé sola en una casa demasiado grande para una sola mujer y su hija universitaria. Los vecinos cuchicheaban: “Pobrecita, seguro él la dejó por otra”. Mi madre, doña Teresa, no tardó en llegar con su rosario y sus consejos de siempre: “Tienes que rehacer tu vida, hija. Una mujer sola es presa fácil para la tristeza”.

Pero yo no quería rehacer nada. Quería entender en qué momento se rompió todo. Recordaba el día de nuestra boda: yo con un vestido prestado por mi prima Lucía, Julián temblando de nervios y mis padres llorando de emoción. Éramos dos muchachos de barrio soñando con un futuro mejor. Trabajamos duro, ahorramos cada peso para comprar nuestra casa en Tlaquepaque. Criamos a Camila entre risas y carencias, pero siempre juntos.

La rutina fue matando el amor poco a poco. Las cuentas, los turnos dobles en la farmacia donde yo trabajaba, las noches en que Julián llegaba tarde del taller mecánico. Un día me di cuenta de que ya no nos mirábamos igual. Pero nunca pensé que él se iría.

El primer año fue un infierno. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me sentía invisible, como si mi valor dependiera de ser esposa de alguien. Las amigas me invitaban a salir para distraerme, pero yo solo quería quedarme en casa viendo novelas y comiendo pan dulce.

Hasta que conocí a Martín. Fue en una fiesta de cumpleaños de una compañera del trabajo. Martín era viudo, amable y tenía una risa contagiosa. Empezamos a salir sin compromiso. Me hacía sentir vista otra vez, deseada incluso. Pero cuando él me propuso matrimonio después de un año juntos, sentí un frío en el estómago.

—No sé si estoy lista para casarme otra vez —le dije una tarde en el parque Revolución.

Martín me miró con ternura y un poco de tristeza.

—No tienes que hacerlo si no quieres —me respondió—. Pero yo sí quiero compartir mi vida contigo.

Esa noche lloré como hacía mucho no lo hacía. No era miedo al compromiso; era miedo a perderme otra vez en la vida de otro hombre. Había pasado tanto tiempo siendo «la esposa de Julián» que no sabía quién era yo sin ese título.

Camila se burlaba de mí:

—Mamá, seguro solo tienes miedo de volver a usar vestido blanco —decía entre risas—. O miedo a que la abuela te vuelva a organizar una boda con misa y mariachi.

Pero no era eso. Era algo más profundo: la presión social que sentimos las mujeres latinoamericanas para estar siempre acompañadas, para no ser «la divorciada» o «la solterona» del barrio. Mi madre insistía:

—No naciste para estar sola, hija. ¿Quién te va a cuidar cuando seas vieja?

A veces me preguntaba si tenía razón. Pero luego veía a mis amigas casadas y no todas eran felices. Algunas soportaban infidelidades, otras vivían resignadas a la rutina o al maltrato silencioso de sus esposos.

Un día decidí irme sola al malecón del lago Chapala. Me senté frente al agua y respiré hondo por primera vez en años. Sentí paz. Pensé en todo lo que había sacrificado por mantener un matrimonio que ya no existía: mis sueños de estudiar enfermería, mis ganas de viajar, incluso mi propio cuerpo, siempre cansado por cuidar a todos menos a mí.

Empecé a hacer cosas para mí: tomé clases de pintura, viajé con Camila a Oaxaca, aprendí a bailar salsa aunque tengo dos pies izquierdos. Martín siguió siendo mi amigo y compañero ocasional, pero le dejé claro que el matrimonio no era una opción para mí.

La gente sigue preguntando:

—¿Y cuándo te casas otra vez?

Yo sonrío y respondo:

—Estoy casada conmigo misma.

A veces extraño la compañía constante, claro que sí. Hay noches frías en las que el silencio pesa más que nunca. Pero aprendí que la soledad no es un castigo; es una oportunidad para reencontrarme conmigo misma.

Hoy miro hacia atrás y agradezco lo vivido con Julián, pero también celebro mi valentía para empezar de nuevo sin depender del amor de un hombre para sentirme completa.

¿Será que algún día nuestra sociedad dejará de medir el valor de una mujer por su estado civil? ¿Cuántas más como yo tendrán el coraje de elegir la soledad antes que una vida a medias?