¿Abuela o empleada? Mi lucha por el respeto en mi propia familia
—¿Otra vez no limpiaste la cocina, Elena? —La voz de Ramona retumbó en el pequeño comedor, mientras yo intentaba calmar a mi nieta, que lloraba desconsolada por un raspón en la rodilla.
Sentí cómo la sangre me subía al rostro. No era la primera vez que mi nuera me hablaba así, pero esa tarde, con el sol cayendo sobre los techos de nuestro barrio en Córdoba, sentí que algo dentro de mí se quebraba. Miré a mi nieta, Sofía, y pensé en todo lo que había hecho por esa familia desde que mi hijo Martín se casó con Ramona: cuidar a los niños, cocinar, limpiar, incluso renunciar a mis tardes de bingo con las vecinas para estar disponible cuando ellos lo necesitaran.
—Ramona, estaba con Sofía. Se cayó en la vereda y necesitaba hielo —intenté explicar, con la voz temblorosa.
Ella bufó y se cruzó de brazos—: Siempre tienes una excusa. Si no puedes ayudar más, dímelo y busco a alguien que sí quiera trabajar.
La palabra «trabajar» me dolió como una bofetada. ¿Eso era para ella? ¿Una empleada más? ¿No veía todo lo que hacía por amor?
Esa noche no pude dormir. Escuchaba los murmullos de Martín y Ramona discutiendo en su cuarto. Me pregunté si él alguna vez la defendería. Recordé cuando era niño y me abrazaba fuerte después de un mal día. Ahora apenas me miraba a los ojos.
Al día siguiente, mientras preparaba mate en la cocina, Martín entró sin saludarme. Se sirvió café y murmuró:
—Mamá, trata de no hacer enojar a Ramona. Está muy estresada con el trabajo.
Me mordí los labios para no llorar. ¿Eso era todo lo que tenía para decirme? ¿Que no la hiciera enojar?
Pasaron los días y la situación empeoró. Ramona empezó a dejarme listas de tareas pegadas en la heladera: «Lavar ropa blanca», «Planchar camisas de Martín», «Preparar almuerzo para los chicos». Yo las cumplía en silencio, pero cada vez sentía más rabia y tristeza. Mi vida se había reducido a servirles.
Un domingo, mientras todos almorzábamos, Sofía tiró sin querer el vaso de jugo sobre la mesa. Ramona se levantó furiosa:
—¡Elena! ¿No ves lo que hace tu nieta? Siempre estás distraída.
Me levanté despacio y limpié el desastre mientras Sofía me miraba con ojos grandes y asustados. Sentí una punzada en el pecho. ¿Qué ejemplo le estaba dando? ¿Que está bien dejarse humillar?
Esa noche llamé a mi hermana Lucía por teléfono.
—No puedo más —le confesé entre sollozos—. Me tratan como si fuera invisible… o peor, como si fuera una empleada sin derechos.
Lucía suspiró del otro lado—: Elena, vos siempre fuiste fuerte. ¿Por qué permitís esto? Tenés derecho a ser respetada.
Sus palabras me dieron vueltas en la cabeza toda la noche. Recordé a mamá, que siempre decía: «El amor no es sacrificio eterno». Al día siguiente decidí hablar con Martín.
Lo esperé en la cocina después de cenar.
—Martín, necesito hablar con vos —le dije firme.
Él bajó la mirada—: ¿Ahora qué pasó?
—No puedo seguir así —le dije—. No soy una empleada. Soy tu mamá y la abuela de tus hijos. Ayudo porque los quiero, pero merezco respeto.
Martín se quedó callado un rato largo. Finalmente murmuró:
—Ramona está cansada… yo también…
—¿Y yo? —le interrumpí—. ¿No ves cómo me siento? ¿No te importa?
Se encogió de hombros y salió del cuarto sin decir nada más.
Esa noche lloré como hacía años no lloraba. Pero también sentí algo nuevo: rabia mezclada con dignidad. Al día siguiente, cuando Ramona me dejó otra lista de tareas, la rompí delante de ella.
—No soy tu empleada —le dije mirándola a los ojos—. Si necesitan ayuda con los chicos, avísenme. Pero no voy a seguir haciendo todo sola ni aceptando malos tratos.
Ramona se quedó helada. Martín apareció en la puerta y nos miró sin decir palabra.
Los días siguientes fueron tensos. Nadie me hablaba mucho, pero tampoco me daban órdenes. Empecé a salir más: fui al club de jubilados, retomé mis tardes de bingo y hasta me animé a tomar clases de folclore con Lucía.
Un sábado por la tarde, Sofía se acercó mientras yo tejía en el patio.
—Abu… ¿ya no vas a vivir más con nosotros?
Le acaricié el pelo—: Siempre voy a estar para vos, pero ahora necesito tiempo para mí también.
Sofía asintió seria y me abrazó fuerte.
Con el tiempo, Martín empezó a buscarme para charlar. Me pidió perdón por no haberme defendido antes. Ramona tardó más en cambiar su actitud, pero poco a poco dejó de tratarme como una sirvienta y empezó a pedirme las cosas con respeto.
Hoy miro atrás y sé que fue difícil poner límites a quienes uno ama. Pero también sé que si no lo hacía yo, nadie lo iba a hacer por mí. Aprendí que el amor familiar no debe significar sacrificio sin fin ni perder la dignidad.
A veces me pregunto: ¿Cuántas abuelas en Latinoamérica viven lo mismo que yo? ¿Cuándo aprenderemos que el respeto empieza por casa?