Cuando Brandon se fue: El invierno de Laura

—¡Gabriel! ¡Apúrate que ya es tarde!— grité desde la puerta de la casa, mientras el viento helado de junio se colaba por las rendijas. Mi hijo mayor salió corriendo, con la camiseta del club de fútbol manchada de barro y una sonrisa que apenas lograba iluminar mi día. Colton lloraba en el cochecito, impaciente por llegar a la guardería, y yo sentía el peso de la rutina aplastándome el pecho.

No siempre fue así. Hubo un tiempo en que Brandon y yo soñábamos juntos. Él era mi refugio, mi compañero, el padre que mis hijos merecían. Pero hace dos años, una noche cualquiera, se fue. Sin explicación, sin despedidas. Solo una nota en la mesa: “No puedo más. Perdóname”.

Desde entonces, aprendí a sobrevivir. Aprendí a correr entre el trabajo en la panadería de doña Rosa y las tareas del hogar; a sonreír cuando quería llorar; a ser madre y padre a la vez. Pero nunca aprendí a dejar de extrañarlo.

Esa tarde, mientras esperaba a Gabriel en el parque, la nieve caía como si quisiera borrar mis huellas. Me senté en una banca, abrazando mis rodillas, y dejé que el frío me adormeciera los pensamientos. Miré a mi alrededor: otras madres reían con sus hijos, parejas se abrazaban bajo los árboles desnudos. Yo solo tenía silencio.

—¿Por qué te fuiste?— susurré al viento, como si Brandon pudiera escucharme desde donde estuviera.

El celular vibró en mi bolsillo. Era un mensaje de mi hermana Mariana: “¿Vas a venir a cenar? Mamá pregunta por ti”. No tenía fuerzas para enfrentar preguntas ni miradas de lástima. Respondí con un simple “No puedo hoy”.

Gabriel apareció corriendo, los cachetes rojos por el frío.
—Mamá, ¿me viste? ¡Metí un golazo!
Le sonreí y lo abracé fuerte, como si pudiera protegerlo de todas las ausencias del mundo.

De regreso a casa, Colton dormía en el asiento trasero y Harper lloriqueaba en mis brazos. La casa olía a humedad y soledad. Puse a los niños a dormir y me senté frente a la ventana, mirando cómo la nieve seguía cayendo.

Fue entonces cuando escuché los golpes en la puerta. Tres golpes secos, como latidos de un corazón herido.

Me acerqué despacio, el miedo y la esperanza peleando dentro de mí. Abrí la puerta y ahí estaba él: Brandon. Más delgado, con barba descuidada y ojos cansados.

—Laura…

No supe qué decir. El silencio se hizo pesado entre nosotros.

—¿Qué haces aquí?— logré preguntar, la voz quebrada.

Él bajó la mirada.
—Necesitaba verte. Necesito hablar contigo… con los niños.

Sentí rabia, tristeza y alivio al mismo tiempo. Quise gritarle todo el dolor que me había causado, pero solo pude mirarlo en silencio.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tanto tiempo?— pregunté, apretando los puños.

Brandon suspiró.
—Me equivoqué. Me asusté… No supe cómo enfrentar todo lo que estaba pasando. Perdí el trabajo, me sentí menos que nada… No quería arrastrarlos conmigo.

Las lágrimas me ardían en los ojos.
—¿Y crees que fue mejor dejarnos solos? ¿Crees que fue más fácil para nosotros?

Él negó con la cabeza.
—No… Lo siento tanto, Laura. No hay día que no me arrepienta.

El llanto me venció. Pensé en todas las noches sin dormir, en los cumpleaños sin él, en las veces que Gabriel preguntó por su papá y yo no supe qué responder.

—No sé si puedo perdonarte— dije al fin—. No sé si los niños podrán hacerlo tampoco.

Brandon asintió, tragando saliva.
—Solo quiero intentarlo. Quiero ser parte de sus vidas otra vez… Si me dejas.

El reloj marcaba las once cuando finalmente lo dejé entrar. Se sentó en el sofá, mirando las fotos de los niños pegadas en la pared. Yo preparé café y nos sentamos frente a frente, como dos extraños que alguna vez se amaron.

Hablamos hasta el amanecer. Me contó cómo vivió esos dos años: trabajos mal pagados en la frontera con Chile, noches durmiendo en terminales de buses, el miedo constante de no volver a vernos nunca más. Yo le conté mi lucha diaria: las cuentas impagas, las enfermedades de Harper, el bullying que sufrió Gabriel por no tener papá en casa.

Cuando los niños despertaron y vieron a Brandon en la cocina, Gabriel se quedó paralizado. Colton corrió a esconderse detrás de mí y Harper solo lo miró con curiosidad.

—Hola campeones…— dijo Brandon con voz temblorosa.

Gabriel no respondió. Solo lo miró largo rato antes de salir corriendo al patio. Brandon quiso seguirlo pero lo detuve con una mano.
—Dale tiempo…

Pasaron los días y Brandon se quedó en casa de su hermano mientras intentaba acercarse poco a poco a los niños. Algunos vecinos murmuraban al verlo regresar; otros me preguntaban si estaba loca por dejarlo volver después de todo lo que hizo.

Mi mamá vino a verme una tarde mientras doblaba ropa en el patio.
—Hija… ¿de verdad crees que puede cambiar?
No supe qué responderle. Quería creerlo, pero el miedo era más fuerte.

Una noche encontré a Gabriel llorando en su cuarto.
—¿Por qué volvió ahora? ¿Va a irse otra vez?
Lo abracé fuerte.
—No lo sé, hijo… Pero pase lo que pase, siempre vamos a estar juntos tú y yo.

La vida siguió su curso: días buenos y malos; momentos en que parecía posible reconstruir algo y otros en que todo se desmoronaba otra vez. Brandon consiguió trabajo como ayudante de albañil y empezó a llevar a Gabriel a los partidos de fútbol los sábados. Colton tardó más en acercarse; Harper aprendió a decir “papá” después de semanas de mirarlo con desconfianza.

A veces me pregunto si hice bien en dejarlo volver; si es posible perdonar lo imperdonable o si solo estoy aferrándome al recuerdo de lo que fuimos alguna vez. Pero cuando veo a mis hijos reír juntos otra vez —aunque sea por un instante— siento que tal vez vale la pena intentarlo una vez más.

¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían una traición así? ¿O cerrarían la puerta para siempre?