Cuando el pasado no quiere irse: Mi lucha por mi hijo entre celos, familia y verdades ocultas

—¡No puedes llevártelo así, Martín!— grité desde la puerta, con la voz quebrada y las manos temblando. Lucas, mi hijo de ocho años, me miraba con esos ojos grandes y asustados que heredó de mí. Martín, mi exesposo, ya tenía la mochila del niño en la mano y a Silvia, su nueva pareja, esperándolo en el auto con el motor encendido.

Era viernes por la tarde en Buenos Aires y la humedad pegajosa del verano se mezclaba con la tensión en el aire. Desde que Martín y yo nos separamos, nada volvió a ser sencillo. Pero todo empeoró cuando Silvia apareció en su vida —y en la nuestra— como un huracán. Ella no era solo la nueva novia de mi ex; era una presencia constante, invasiva, que parecía disfrutar cada vez que podía hacerme sentir desplazada.

—Elena, ya hablamos de esto. Es mi fin de semana con Lucas— dijo Martín, evitando mirarme a los ojos. Pero yo sabía que no era solo eso. Desde que Silvia empezó a acompañarlo a las visitas, Lucas volvía distinto: callado, irritable, a veces hasta lloraba por las noches diciendo que no quería ir más.

Esa tarde, mientras veía cómo se alejaban en el auto, sentí una mezcla de rabia e impotencia. Cerré la puerta y me dejé caer en el sofá, abrazando el peluche favorito de Lucas como si fuera un salvavidas. ¿Cómo llegamos a esto? ¿En qué momento el amor se transformó en una guerra silenciosa donde mi hijo era el campo de batalla?

Mi madre, doña Teresa, siempre decía que los problemas de pareja se quedaban entre adultos. Pero en mi caso, era imposible. Martín y yo nos conocimos en la universidad; fuimos inseparables durante años. Pero después del nacimiento de Lucas, todo cambió. Las discusiones se volvieron rutina y el cariño se fue apagando hasta que solo quedó el resentimiento.

El día que Martín me dijo que estaba enamorado de otra mujer sentí que el mundo se me venía abajo. Pero lo peor fue cuando supe quién era: Silvia, una compañera del trabajo con fama de meterse donde no la llamaban. Desde entonces, cada encuentro era una batalla: por la custodia, por las visitas, por las decisiones sobre Lucas.

Una tarde, mientras tomaba mate con mi hermana Mariana en la cocina, le confesé lo que más me dolía:

—No sé si estoy perdiendo a mi hijo… Siento que Silvia lo manipula para alejarlo de mí.

Mariana me miró con ternura y preocupación.

—¿Y si hablas con Lucas? Quizás él pueda decirte cómo se siente realmente.

Esa noche esperé a que Lucas regresara. Cuando entró a casa, lo abracé fuerte y le preparé su chocolate caliente favorito. Nos sentamos juntos en su cama y le pregunté suavemente:

—¿Te sentís bien cuando estás con papá y Silvia?

Lucas bajó la mirada y jugueteó con sus manos.

—A veces… pero Silvia me dice que no le cuente cosas a vos porque te vas a poner triste.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Hasta dónde podía llegar esa mujer? ¿Por qué Martín no veía lo que estaba pasando?

Decidí hablar con él al día siguiente. Lo cité en una cafetería del barrio para evitar gritos y escenas delante de Lucas. Cuando llegó, lo vi cansado, más viejo de lo que recordaba.

—Martín, tenemos que hablar en serio sobre Lucas. No quiero pelear más… pero Silvia está cruzando límites. Le pide a nuestro hijo que me oculte cosas. Eso no está bien.

Martín suspiró y se pasó la mano por el cabello.

—No sé qué decirte… Silvia solo quiere ayudarme. Pero si te hace sentir incómoda, voy a hablar con ella.

No le creí ni una palabra. Sabía que Silvia tenía un poder extraño sobre él. Y lo peor era que la familia de Martín también la apoyaba: su madre decía que yo era demasiado sobreprotectora y que Silvia le daba a Lucas “más libertad”.

Las semanas pasaron y los problemas crecieron. Un día recibí una notificación judicial: Martín pedía modificar el régimen de visitas para pasar más tiempo con Lucas. Sentí que me arrancaban el corazón del pecho. Lloré toda la noche abrazada a mi mamá.

—No te van a quitar a tu hijo, Elena— me decía ella—. Sos una buena madre y todos lo saben.

Pero yo tenía miedo. Miedo de perderlo todo. Miedo de que las mentiras y manipulaciones de Silvia terminaran separándome de mi hijo para siempre.

Empecé terapia para poder sostenerme emocionalmente y también llevé a Lucas a una psicóloga infantil. Quería asegurarme de que él estuviera bien en medio de todo este caos. La psicóloga me confirmó mis sospechas: Lucas estaba ansioso y confundido por los mensajes contradictorios entre las casas.

Un día, después de una audiencia tensa en el juzgado familiar —donde Silvia declaró como si fuera la madre perfecta— salí al pasillo con lágrimas en los ojos. Mariana me abrazó fuerte.

—No estás sola, Elena. Vamos a pelear juntas por Lucas.

La batalla legal fue larga y desgastante. Hubo días en los que pensé en rendirme; noches enteras sin dormir preguntándome si estaba haciendo lo correcto o si solo estaba alimentando una guerra sin fin.

Pero entonces veía a Lucas dormir abrazado a su peluche y recordaba por qué luchaba: por su bienestar, por su derecho a crecer sin miedo ni manipulación.

Finalmente, después de meses de audiencias y peritajes psicológicos, el juez falló a favor de mantener la custodia compartida pero ordenó terapia familiar obligatoria para todos: Martín, Silvia y yo debíamos asistir juntos con Lucas.

La primera sesión fue incómoda y tensa. Silvia intentó mostrarse como víctima pero la psicóloga fue firme:

—Aquí lo importante es Lucas. Los adultos deben dejar sus diferencias afuera para protegerlo.

Por primera vez vi a Martín dudar frente a Silvia. Y aunque sé que el camino será largo y difícil, sentí una chispa de esperanza.

Hoy sigo luchando cada día por mi hijo. Aprendí que ser madre es resistir incluso cuando todo parece perdido; es amar aunque duela; es confiar en que la verdad siempre sale a la luz.

A veces me pregunto: ¿cuántas madres más estarán viviendo esta misma batalla silenciosa? ¿Hasta dónde somos capaces de llegar por proteger a quienes más amamos?