Cuando papá se fue: La noche que mi familia se rompió
—¡No te atrevas a volver, Ernesto! —gritó mi mamá, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, mientras mi papá recogía sus cosas a toda prisa. Yo estaba en la sala, abrazando a mi hermano menor, Matías, que no entendía nada y solo apretaba fuerte mi mano. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en el barrio San Martín, en las afueras de Tegucigalpa. Todo parecía temblar, como si la tormenta también estuviera dentro de nosotros.
Mi papá no dijo nada. Solo miró a mamá con una mezcla de rabia y cansancio, luego me miró a mí. Por un segundo pensé que iba a decirme algo, pero solo bajó la mirada y salió, azotando la puerta tan fuerte que sentí que se rompía algo más que la madera. En ese instante supe que nada volvería a ser igual.
Esa noche no dormimos. Mamá lloraba en la cocina, repitiendo entre sollozos: “¿Por qué nos hizo esto? ¿Por qué ahora?”. Matías se quedó en silencio, mirando el techo, como si buscara respuestas en las manchas de humedad. Yo me senté en la cama, abrazando mis rodillas, sintiendo una mezcla de rabia y miedo. ¿Qué iba a pasar con nosotros ahora?
Al día siguiente, todo el barrio sabía lo que había pasado. En San Martín las paredes oyen y las ventanas hablan. Doña Rosa, la vecina chismosa, vino temprano con un plato de tamales y una mirada llena de lástima. “Ay, hija, sé fuerte por tu mamá”, me dijo mientras me acariciaba el cabello. Yo solo asentí, sin saber qué responderle.
En la escuela, mis amigas me miraban raro. Sabían lo que había pasado porque sus mamás ya lo habían contado todo en el grupo de WhatsApp del barrio. “¿Y tu papá?”, preguntó Lucía en el recreo. “Se fue”, respondí seca, sin ganas de hablar del tema. Sentí cómo se me apretaba el pecho y tuve que ir al baño para llorar a solas.
Los días pasaron lentos y pesados. Mamá se levantaba temprano para ir a limpiar casas en el centro y volvía cansada, con los ojos hinchados y las manos llenas de grietas. Matías dejó de hablar tanto; ya no jugaba fútbol en la calle ni reía como antes. Yo trataba de ayudar en lo que podía: cocinaba arroz con frijoles, lavaba la ropa a mano y cuidaba a Matías cuando mamá no estaba.
Pero las noches eran lo peor. El silencio era tan grande que dolía. A veces escuchaba a mamá llorar bajito en su cuarto. Otras veces soñaba con papá regresando, pidiéndonos perdón, abrazándonos como antes. Pero al despertar solo encontraba su camisa vieja colgada detrás de la puerta y el hueco inmenso que había dejado.
Un día, después de casi dos semanas sin saber nada de él, papá llamó por teléfono. Mamá contestó primero, pero solo escuché gritos y reproches desde la cocina. Luego me pasó el teléfono:
—Hola, hija…
Su voz sonaba lejana, cansada. No supe qué decirle. Quise gritarle que nos había destrozado, que Matías ya no sonreía y que mamá no dormía. Pero solo pude decir:
—¿Por qué te fuiste?
Hubo un silencio largo.
—A veces uno no sabe cómo arreglar las cosas —respondió—. Pero los quiero mucho.
Colgó antes de que pudiera decirle algo más.
Esa noche discutí con mamá. Le dije que no era justo que nos odiáramos entre nosotros por culpa de él. Ella me miró con los ojos llenos de rabia y tristeza:
—No entiendes nada, Camila. No sabes lo que es luchar sola contra todo.
—¡Pero yo tampoco pedí esto! —le grité—. ¡Yo también estoy rota!
Nos quedamos calladas mucho rato. Matías apareció en la puerta del cuarto con los ojos llenos de lágrimas:
—¿Ya no vamos a ser una familia?
Corrí a abrazarlo y lloramos los tres juntos hasta quedarnos dormidos en la misma cama.
Con el tiempo aprendimos a sobrevivir sin papá. Mamá consiguió otro trabajo limpiando oficinas por las noches; yo empecé a vender pulseras en la escuela para ayudar con los gastos; Matías volvió poco a poco a jugar fútbol con sus amigos del barrio. Pero nada era igual.
A veces veía a papá en la calle, caminando rápido para evitar cruzarse conmigo o con mamá. Otras veces llamaba para preguntar cómo estábamos, pero sus llamadas eran cada vez más cortas y distantes.
Un domingo cualquiera, mientras lavábamos ropa en el patio, mamá me dijo:
—No sé si algún día voy a poder perdonarlo… pero tampoco quiero vivir amargada toda la vida.
La miré y sentí ganas de abrazarla fuerte. Entendí que todos estábamos tratando de sanar a nuestra manera.
Hoy han pasado dos años desde aquella noche. Papá tiene otra familia; lo supe por casualidad cuando lo vi en el mercado con una mujer y una niña pequeña. Sentí rabia al principio, pero luego solo tristeza. Mamá sigue trabajando duro; Matías ya casi es un adolescente y yo estoy por terminar el colegio.
A veces me pregunto si algún día podré confiar en alguien sin miedo a que me deje también. ¿Cómo se aprende a vivir con una herida así? ¿Alguien más ha sentido este vacío? ¿Cómo se sigue adelante cuando tu familia se rompe de un día para otro?