Nunca es tarde para el amor: El nuevo comienzo de Mariela

—¿Otra vez llegas tarde, mamá? —me preguntó Lucía, mi hija menor, con ese tono que mezcla reproche y cansancio.

Me detuve en la puerta de la cocina, con las bolsas del mercado colgando de mis manos temblorosas. El reloj marcaba las siete y media, y la casa olía a café recalentado y a ese silencio incómodo que se instala cuando nadie quiere hablar de lo importante.

—Se me hizo tarde en el centro —mentí, evitando su mirada. La verdad era que me había sentado en la plaza, bajo el flamboyán, a mirar cómo el sol caía sobre el pueblo. Y a pensar en Tomás.

Desde que murió Ernesto, mi esposo, hace ya seis años, la casa se volvió un mausoleo. Las risas se apagaron, las visitas se hicieron menos frecuentes y yo me convertí en una sombra que deambulaba entre recuerdos y culpas. Me reprochaba no haberlo cuidado mejor, no haber notado antes los síntomas de su enfermedad. Me castigaba por cada día que pasaba sin sentir alegría.

Pero todo cambió el día que conocí a Tomás. Fue en la farmacia del barrio, cuando discutíamos por el último frasco de jarabe para la tos. Él insistía en que lo necesitaba para su nieta; yo, para Lucía. Terminamos riendo de nuestra terquedad y compartiendo un café en la esquina. Tomás tenía esa forma de mirar que atraviesa las defensas y te hace sentir vista por primera vez en años.

Al principio, me resistí. ¿Cómo iba a permitirme sentir algo por otro hombre? ¿Qué dirían mis hijos? ¿Qué pensaría mi suegra, doña Rosa, que aún me llama cada domingo para recordarme lo buena esposa que fui? Pero Tomás fue paciente. Me invitó a caminar por el malecón, a bailar boleros en la plaza los sábados por la tarde. Me habló de sus propios dolores: una esposa perdida, un hijo emigrado a Chile, una vida llena de ausencias.

Una tarde, mientras regábamos las plantas en su patio, Tomás me tomó la mano. Sentí un calor antiguo y nuevo a la vez. Cerré los ojos y dejé que el mundo desapareciera por un instante.

—Mariela —susurró—, no estamos muertos. Todavía podemos vivir.

Pero vivir no es fácil cuando el pasado pesa tanto. Cuando le conté a Lucía sobre Tomás, su rostro se endureció.

—¿Y papá? ¿Ya lo olvidaste?

—Nunca lo olvidaré —le respondí, con lágrimas en los ojos—. Pero tampoco quiero morirme en vida.

Mis otros hijos fueron aún más duros. Andrés dejó de visitarme por semanas; Valeria me escribió un mensaje frío: «Haz lo que quieras, pero no esperes que lo acepte». Hasta mi hermana Graciela me llamó para decirme que estaba «dando vergüenza al apellido».

Las miradas en la iglesia se volvieron cuchillos; las vecinas murmuraban cuando pasaba por el mercado. «Ahí va la viuda alegre», decían algunas. Yo bajaba la cabeza y apretaba los dientes.

Pero Tomás nunca soltó mi mano. Me enseñó a reírme otra vez, a bailar bajo la lluvia como cuando era joven y no tenía miedo al qué dirán. Me llevó a conocer su pueblo natal en Veracruz; paseamos por el río Papaloapan y comimos tamales de elote bajo las estrellas.

Una noche, después de una fiesta patronal, Tomás me pidió que fuera su compañera «de aquí hasta donde Dios quiera». Sentí miedo y alegría al mismo tiempo.

—¿Y si mis hijos nunca lo aceptan? —le pregunté.

—Entonces viviremos para nosotros —me respondió—. Ya les llegará el tiempo de entender.

No fue fácil. Hubo gritos en casa, portazos, semanas sin hablar con mis hijos. Doña Rosa me llamó «egoísta» y me colgó el teléfono entre sollozos. Yo lloré muchas noches abrazada a la almohada, preguntándome si estaba traicionando a Ernesto o si simplemente estaba reclamando mi derecho a ser feliz.

Pero poco a poco, las cosas cambiaron. Lucía empezó a ver cómo reía otra vez; Andrés vino un domingo y se quedó mirando cómo Tomás arreglaba el portón del patio sin decir palabra. Valeria me escribió: «Si eres feliz, mamá, yo también lo soy».

Hoy miro atrás y veo una mujer distinta en el espejo: más arrugada, sí, pero también más viva. Aprendí que la culpa es una jaula y que el amor puede llegar cuando menos lo esperas, aunque tengas el corazón lleno de cicatrices.

A veces me siento en la plaza con Tomás y veo pasar a las familias jóvenes, los niños corriendo detrás de una pelota, las parejas tomándose de la mano sin miedo ni vergüenza. Y pienso en todo lo que tuve que perder para volver a encontrarme.

¿Será cierto que nunca es tarde para empezar de nuevo? ¿Cuántas mujeres como yo siguen viviendo para los demás y olvidan su propio derecho a ser felices?

Los leo.