Después de los 60: Las 10 Renuncias que Me Persiguen

—¿Por qué no viniste, mamá?— La voz de Camila, mi hija menor, retumba en el altavoz del celular. Su tono es seco, casi cortante. Me quedo mirando el café frío sobre la mesa, incapaz de responderle de inmediato. Afuera, la lluvia golpea los ventanales del apartamento en Laureles, y yo siento que cada gota es una cuenta pendiente.

—No me sentía bien, mi amor. Ya sabes cómo me afectan estos días grises—. Miento. No es el clima; es el peso de los años y las decisiones que he tomado desde que cumplí 60.

Hace tres años, cuando soplé las velas rodeada de mis nietos y mis dos hijas, sentí un alivio extraño. Pensé: «Ahora sí puedo soltar todo lo que me pesa». Y así lo hice. Renuncié a diez cosas que creía que me ataban: el trabajo en la biblioteca municipal, las reuniones familiares interminables, los compromisos sociales con las vecinas, la costumbre de cocinar para todos los domingos, los viajes a la finca de mi hermana Luz Dary, las llamadas semanales con mi exesposo Álvaro, el grupo de oración de los jueves, mi jardín de orquídeas, la costumbre de escribir cartas a mis amigas del colegio y, finalmente, la esperanza de reconciliarme con mi hijo mayor, Julián.

Al principio sentí una libertad inmensa. Me levantaba tarde, veía novelas mexicanas hasta la madrugada y comía lo que quería sin pensar en nadie más. Pero pronto el silencio se volvió ensordecedor. El teléfono dejó de sonar. Nadie tocaba a mi puerta. Las orquídeas se marchitaron sin mis cuidados y el polvo cubrió los álbumes de fotos.

Una tarde, mientras barría el balcón, escuché a las vecinas reírse en el corredor. Antes habría salido a saludarlas, a preguntar por sus nietos o a compartir un café. Pero ahora solo cerré la puerta y apagué la luz del pasillo. Me convencí de que era mejor así: menos drama, menos chismes, menos obligaciones.

Pero las renuncias tienen un precio.

La primera vez que Camila dejó de invitarme a la casa fue después de una discusión absurda por WhatsApp. Ella quería que yo cuidara a sus hijos un fin de semana; yo le respondí que ya no estaba para esas carreras. «Siempre tienes una excusa», me escribió. No supe qué contestar. Me sentí vieja y egoísta.

Con Julián fue peor. Llevábamos años distanciados por una pelea tonta sobre la herencia de mi madre. Yo esperaba que él diera el primer paso para reconciliarnos, pero nunca lo hizo. Cuando decidí dejar atrás esa esperanza, sentí un alivio momentáneo… hasta que vi su foto en Facebook con sus hijos y su esposa en Cartagena. Me di cuenta de que me estaba perdiendo su vida por orgullo.

Mi hermana Luz Dary me llamó varias veces para invitarme a la finca en Santa Fe de Antioquia. Siempre le decía que no podía ir por el calor o por el dolor en las rodillas. Ella insistía: «No seas terca, Gloria. La familia es lo único que nos queda». Pero yo ya había decidido renunciar a esas reuniones donde todos hablaban al mismo tiempo y nadie escuchaba realmente.

El trabajo en la biblioteca era mi refugio durante años. Allí conocí a don Ernesto, un viudo amable que siempre me traía café y poemas escritos a mano. Cuando renuncié, él me buscó varias veces para invitarme a caminar por el parque Bolívar. Yo le dije que prefería estar sola. Ahora me pregunto si rechacé una última oportunidad para enamorarme.

Las cartas a mis amigas del colegio eran mi manera de mantener viva la nostalgia. Pero un día pensé: «¿Para qué seguir escribiendo si nadie responde?» Dejé de hacerlo y pronto ellas también dejaron de llamarme para los almuerzos mensuales en El Poblado.

El grupo de oración era mi ancla espiritual. Pero después del escándalo con el padre Ramiro —acusado injustamente de robar dinero de las limosnas— sentí que la fe se me resbalaba entre los dedos como agua tibia.

Cocinar para todos los domingos era una tradición sagrada en mi casa. Mis nietos venían corriendo por las empanadas y el sancocho. Pero un día me cansé del desorden y del cansancio físico; les dije que ya no podía seguir haciéndolo. Ahora los domingos son silenciosos y largos.

La última renuncia fue la más dolorosa: dejar morir mi jardín de orquídeas. Cada planta tenía una historia; algunas venían desde la casa de mi madre en Envigado. Pero ya no tenía fuerzas para cuidarlas ni ganas de verlas florecer sin nadie con quien compartirlas.

Hoy, mientras escucho la lluvia y la voz lejana de Camila reclamándome por teléfono, me doy cuenta de que cada cosa que solté era una parte esencial de mí misma. Pensé que al dejar ir todo lo que me pesaba encontraría paz, pero solo encontré vacío.

—Mamá, ¿me estás escuchando?— insiste Camila.

—Sí, hija… Perdóname— respondo con un hilo de voz.

—¿Por qué te alejas tanto? ¿Por qué ya no quieres estar con nosotros?—

No sé cómo explicarle que no es falta de amor sino miedo al dolor, al cansancio, a sentirme una carga o a enfrentarme con mis propios errores.

Esa noche no puedo dormir. Me levanto y busco entre los cajones una carta vieja de Julián donde me pide perdón por cosas del pasado. Lloro en silencio y pienso en llamarlo al día siguiente.

Me doy cuenta de que las renuncias no siempre son liberadoras; a veces son muros que construimos para protegernos del dolor pero terminan aislándonos del amor.

Al amanecer, llamo a Luz Dary y le digo que quiero ir a la finca el próximo fin de semana. Ella llora de alegría al otro lado del teléfono.

Quizás todavía estoy a tiempo de recuperar algo de lo perdido.

Me miro al espejo y me pregunto: ¿Cuántas cosas más estoy dispuesta a perder antes de darme cuenta de que vivir es arriesgarse a sentir? ¿Ustedes también han renunciado a algo importante por miedo o cansancio? ¿Vale la pena ese precio?