Donde Antes Latía Mi Hogar

—¿Y tú qué haces aquí, Verónica? —La voz de mi madre me atravesó como un cuchillo, seca y sin rastro de bienvenida. Apenas crucé el portón oxidado de la casa, sentí el olor a tierra mojada mezclado con el humo de leña. El mismo olor de mi infancia, pero ahora impregnado de abandono.

No había vuelto en veinte años. Veinte años desde que salí de San Jacinto, ese pueblito perdido entre los cerros de Jalisco, jurando no mirar atrás. Pero la llamada de mi hermana Lucía fue clara: “Mamá está mal. Si no vienes ahora, tal vez ya no la veas”.

El camino desde Guadalajara fue un desfile de recuerdos y culpas. Vi pasar los campos secos, las casas de adobe cayéndose a pedazos, los niños descalzos jugando en la calle. Todo igual, todo distinto. Cuando llegué a la plaza, lo primero que vi fue a Don Ernesto, el viejo cartero, sentado en la banca frente al abarrotes. Me miró con esos ojos nublados por los años y apenas murmuró: —Mira nomás quién volvió…

Entré a la casa y ahí estaba ella, mi madre, sentada junto a la ventana con su rebozo gris. No se levantó. No me abrazó. Sólo esa pregunta cortante: —¿Y tú qué haces aquí?

—Vine porque Lucía me llamó —respondí, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.

—¿Y para qué? Aquí ya no hay nada para ti.

Me quedé parada en medio del cuarto, mirando las paredes descascaradas, las fotos viejas colgadas torcidas. Mi padre ya no estaba; se lo llevó el cáncer hace diez años. Mis hermanos se fueron al norte, buscando dólares y una vida menos dura. Sólo Lucía se quedó, cuidando a mamá y sosteniendo lo poco que quedaba del rancho.

Esa noche no dormí. Escuchaba el viento colarse por las rendijas y el murmullo de mi madre rezando en voz baja. Pensé en todo lo que había dejado atrás: los domingos en la plaza, las peleas con mis hermanos, el primer beso detrás de la iglesia. Pero también recordé por qué me fui: las peleas de mis padres, el hambre, la vergüenza de ser pobre.

Al día siguiente salí temprano al patio. Lucía estaba ordeñando la vaca flaca que apenas daba leche.

—¿Por qué no me dijiste que todo estaba tan mal? —le pregunté.

—¿Y para qué? Tú tienes tu vida hecha allá en la ciudad. Aquí sólo quedamos los que no tuvimos opción.

Me dolió su reproche. Quise abrazarla, pero ella se apartó.

—Mamá no quiere vender la casa —me dijo—. Dice que aquí está enterrado papá y que aquí quiere morirse ella también. Pero ya no hay dinero ni para el gas.

Miré alrededor: el techo a punto de caerse, el pozo seco, el corral vacío. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.

Esa tarde fui al pueblo a buscar trabajo o ayuda. En la tienda de Don Ernesto escuché los chismes: que si los narcos andaban cerca, que si el gobierno prometió arreglar la carretera pero nunca llegó el dinero, que si los jóvenes sólo piensan en irse a Estados Unidos.

Vi a Mariana, mi amiga de la infancia. Me abrazó fuerte y lloró conmigo.

—Aquí nada cambia, Vero —me dijo—. O cambias tú o te mueres esperando.

Volví a casa con una bolsa de pan y una decisión: no podía irme otra vez sin hacer algo. Esa noche enfrenté a mi madre.

—Mamá, tenemos que vender el rancho. No podemos seguir así.

Ella me miró con esos ojos duros que siempre tuvo para mí.

—¿Y tú quién eres para decidir? Tú te fuiste. Aquí sólo manda quien se queda.

Sentí un nudo en la garganta.

—Me fui porque no aguantaba más… pero sigo siendo tu hija.

Lucía intervino:

—Ya basta, mamá. Vero tiene razón. No podemos vivir sólo de recuerdos.

Mi madre lloró por primera vez en años. Lloró por papá, por mis hermanos lejos, por todo lo perdido.

Pasaron días de discusiones y silencios. Yo ayudaba en lo que podía: arreglé el techo con Don Ernesto, llevé a mamá al centro de salud aunque ella refunfuñaba todo el camino. Vi cómo el pueblo se apagaba cada noche más temprano; ya nadie se reunía en la plaza como antes.

Un día llegó una carta de mi hermano Javier desde Houston: “Vendan todo y vengan para acá”. Pero mamá rompió la carta sin leerla completa.

—Aquí nací y aquí voy a morir —dijo con voz temblorosa.

Me senté junto a ella en la cama.

—¿No tienes miedo de quedarte sola?

—Tengo más miedo de olvidarme quién soy —susurró.

Esa noche soñé con mi padre. Me decía: “No te olvides de dónde vienes”.

Al amanecer tomé una decisión: si mamá quería quedarse, yo también me quedaría un tiempo. Empecé a limpiar la casa, sembrar un pequeño huerto con Lucía y buscar ayuda en el municipio para reparar el pozo.

No fue fácil. La pobreza duele más cuando se mira de cerca. Vi cómo los niños del pueblo iban descalzos a la escuela; cómo las mujeres lavaban ropa en el río porque no había agua en las casas; cómo los hombres se emborrachaban para olvidar que no había trabajo.

Pero también vi solidaridad: vecinos que compartían tortillas cuando faltaba el maíz; jóvenes que organizaban partidos de fútbol para animar las tardes; mujeres que tejían juntas para vender sus productos en la feria del pueblo.

Un día mi madre me tomó la mano:

—Gracias por volver, hija… aunque sea por un rato.

Lloré en silencio. Entendí que nunca dejaría de ser parte de este lugar, aunque me doliera.

Hoy sigo aquí, luchando por mantener vivo lo poco que queda del hogar donde crecí. A veces pienso en irme otra vez, pero algo me ata: los recuerdos, la tierra, mi madre…

¿Vale la pena aferrarse al pasado cuando todo parece perdido? ¿O es mejor soltarlo y buscar una nueva vida lejos? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?