Despertar Tardío: La Historia de Samuel y Elizabeth
—¡No me toques! —gritó Elizabeth, su voz aguda rebotando en las paredes de la pequeña sala del hospital. Yo, Samuel, me quedé paralizado, con la mano extendida en el aire, sintiendo cómo el mundo se partía en dos bajo mis pies. El cuerpo de mi hija Amy, cubierto por una sábana blanca, aún no se había enfriado cuando me entregaron a Elizabeth, su hija de apenas tres años, una niña que me miraba como si yo fuera un extraño más en la sala de espera.
Nunca imaginé que el destino me pondría en esta situación. Había pasado los últimos años huyendo de responsabilidades, sumergido en trabajos temporales en Ciudad de México, buscando excusas para no regresar a Veracruz, donde Amy creció sin mí. Su madre, Lucía, siempre me decía: “Samuel, tu hija te necesita”, pero yo solo pensaba en mis propios miedos y frustraciones. Ahora, frente a la mirada desconfiada de Elizabeth, entendí el precio de mi ausencia.
El accidente fue tan absurdo como cruel: un camión sin frenos en la carretera de Xalapa. Amy iba de regreso a casa después de dejar a Elizabeth en el kínder. Cuando recibí la llamada de Lucía, sentí que el aire se me iba del cuerpo. “Samuel, ven… Amy ya no está”, fue lo único que pudo decir antes de romper en llanto.
Los días siguientes fueron un torbellino: trámites, funerales, miradas acusadoras de los familiares de Lucía. Nadie me decía nada directamente, pero todos sabían que yo era el padre ausente. El que nunca estuvo. El que ahora tenía que hacerse cargo porque no quedaba nadie más.
La primera noche con Elizabeth fue un infierno. Lloró hasta quedarse dormida abrazando una camiseta vieja de Amy. Yo la observaba desde la puerta del cuarto, sintiéndome un impostor. ¿Cómo podía consolarla si ni siquiera sabía qué le gustaba cenar? ¿Si nunca le había leído un cuento antes de dormir?
—¿Por qué no estás con mi mamá? —me preguntó una mañana mientras desayunábamos pan dulce y leche fría.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de tres años que su papá había sido un cobarde? Que preferí desaparecer antes que enfrentar mis propios errores.
Intenté ganarme su confianza con regalos: muñecas, globos, hasta una bicicleta pequeña que apenas podía montar. Pero Elizabeth solo los miraba con indiferencia y volvía a su rincón favorito del departamento: la ventana desde donde veía pasar los camiones y soñaba con ver a su mamá bajar de uno de ellos.
Las semanas pasaron y la rutina se volvió insoportable. Yo llegaba tarde del trabajo y ella ya estaba dormida. Los fines de semana intentaba llevarla al parque, pero siempre terminábamos en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. Una tarde, mientras la empujaba en los columpios oxidados del parque Juárez, se volvió hacia mí y dijo:
—Mi mamá siempre me cantaba una canción aquí… ¿Tú sabes cuál es?
Me sentí pequeño, inútil. No tenía idea. Solo atiné a tararear una melodía cualquiera y ella me miró con decepción.
Las cosas empeoraron cuando Elizabeth empezó a tener pesadillas. Se despertaba gritando por su mamá y yo corría a su cuarto sin saber qué hacer. Una noche, después de consolarla torpemente, me senté en el suelo junto a su cama y lloré por primera vez en años. Lloré por Amy, por Elizabeth y por mí mismo.
Un día recibí la visita de Lucía. Me miró con dureza mientras Elizabeth jugaba en el patio.
—¿Ahora sí quieres ser papá? —me preguntó sin rodeos.
—No sé si puedo —admití—. Pero lo intento todos los días.
Lucía suspiró y bajó la mirada.
—Amy siempre te esperó… Nunca dejó de hablarle a Elizabeth de ti. Decía que algún día volverías.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Cómo podía reparar tanto daño?
Empecé a buscar ayuda: hablé con psicólogos del DIF, asistí a grupos de padres solteros en la colonia Roma, leí libros sobre crianza positiva. Pero nada parecía suficiente. Elizabeth seguía distante, encerrada en su propio dolor.
Una tarde lluviosa, mientras veíamos juntos una caricatura vieja en la televisión, ella se acurrucó a mi lado por primera vez. Sentí su calor tibio y quise congelar ese momento para siempre.
—¿Tú también extrañas a mi mamá? —susurró.
—Todos los días —le respondí con voz temblorosa.
A partir de ese día algo cambió entre nosotros. Empezamos a hablar más: sobre Amy, sobre sus recuerdos felices, sobre sus miedos y sueños. Le conté historias inventadas sobre dragones y princesas valientes que luchaban contra la tristeza. Ella empezó a reír otra vez, aunque fuera solo un poco.
Pero el pasado no se borra tan fácil. Un día encontré una carta escondida entre las cosas de Amy. Era para mí:
“Samuel,
Si algún día lees esto es porque ya no estoy. Solo quiero pedirte que no abandones a Elizabeth como me abandonaste a mí. Ella merece todo el amor del mundo. No repitas conmigo tus errores.”
Las palabras me atravesaron como cuchillos. Lloré durante horas abrazando esa carta, prometiéndome que nunca más huiría.
Sin embargo, la vida no es una película con finales felices garantizados. Por más que lo intenté, nunca logré llenar el vacío que dejó Amy en Elizabeth. Ella creció sabiendo que su papá llegó tarde; que aunque ahora estaba presente, hubo años irrecuperables marcados por mi ausencia.
Hoy Elizabeth tiene siete años y es una niña fuerte e inteligente. A veces me sonríe como si todo estuviera bien; otras veces me mira con esa tristeza antigua que heredó de su madre. Hemos construido algo parecido a una familia, pero sé que hay heridas que nunca sanarán del todo.
A veces me pregunto si realmente merezco su perdón o si solo soy un hombre intentando reparar lo irreparable.
¿Ustedes creen que uno puede redimirse después de tanto daño? ¿O hay errores que simplemente nos condenan para siempre?