El amor desde el piso de arriba, la vida desde abajo
—¡Julián! ¡Por favor, baja un momento!— El grito de Mariana atravesó las paredes del departamento como un cuchillo. Eran las seis y media de la mañana y yo apenas había logrado cerrar los ojos después de una noche de insomnio. Me levanté a regañadientes, sintiendo el peso de la rutina en los hombros.
Bajé las escaleras del edificio, ese monstruo gris de concreto construido en los años setenta, con sus paredes descascaradas y el eco de voces ajenas en cada rincón. Mariana estaba en la puerta, con los ojos hinchados y el termómetro en la mano.
—No puedo más, Julián. Tengo fiebre y los niños no paran. ¿Puedes quedarte con ellos unas horas?—
Miré mi celular. Hoy era el día. El único día libre que había logrado negociar en meses. Lucía me esperaba en la terminal para irnos a la playa, lejos del ruido, lejos de todo. Pero ahí estaba mi hermana, temblando, con lágrimas en los ojos y dos niños aferrados a su bata.
—Está bien, Mariana. Anda a descansar— respondí, aunque sentí cómo se rompía algo dentro de mí.
Los niños, Camila y Emiliano, me miraron con esa mezcla de esperanza y resignación que sólo tienen los hijos de madres solas. Les preparé desayuno mientras Mariana se encerraba en su cuarto. El televisor del vecino tronaba con noticias de otro asalto en la colonia. Pensé en Lucía, en su sonrisa cuando le prometí que hoy sí nos escaparíamos juntos.
A media mañana, mientras Camila jugaba con sus muñecas y Emiliano armaba una torre de cubos, sonó el timbre. Era la vecina del piso de abajo, doña Teresa. Siempre tan puntual para quejarse del ruido o pedir azúcar.
—Julián, ¿me ayudas a subir unas cajas? Mi hijo no ha llegado y yo no puedo sola—
No podía negarme. Bajé con ella y mientras subíamos las cajas, noté que su hija, Valeria, estaba sentada en la sala, con los ojos rojos y el uniforme escolar arrugado.
—¿Todo bien?— le pregunté en voz baja.
Valeria me miró como si quisiera decirme algo importante, pero sólo bajó la cabeza.
—No quiere ir a la escuela— murmuró doña Teresa—. Dice que no le gusta cómo la miran los otros niños.
Recordé mis propios días de escuela, los insultos por llevar zapatos viejos o por no tener papá. Me agaché junto a Valeria.
—¿Sabes? A veces la gente dice cosas feas porque tiene miedo o porque no entiende. Pero tú eres fuerte. Si quieres, puedo acompañarte hoy—
Valeria sonrió apenas y asintió. Doña Teresa me miró agradecida.
Regresé al departamento de Mariana justo cuando ella salía del cuarto, pálida pero decidida.
—Gracias, Julián. No sé qué haría sin ti—
Yo sí lo sabía: estaría libre, quizá feliz, quizá no tan solo como ahora. Pero no dije nada.
Al mediodía recibí un mensaje de Lucía: «¿Dónde estás? El bus sale en media hora». Sentí una punzada en el pecho. Le respondí con un simple «Lo siento».
La tarde cayó pesada sobre el edificio. Los niños dormían y yo me asomé al balcón para fumar un cigarro a escondidas. Desde ahí vi a Valeria sentada en el parque frente al edificio, sola, dibujando círculos en la tierra con un palo.
Bajé sin pensarlo mucho y me senté a su lado.
—¿Por qué no fuiste a la escuela?—
—No quiero que me vean llorar— susurró.
Me quedé callado un momento. Pensé en todas las veces que yo también había querido esconderme del mundo.
—A veces llorar es lo único que nos queda para seguir adelante— le dije finalmente.
Valeria me miró largo rato y luego apoyó su cabeza en mi hombro. Sentí una ternura antigua, como si estuviera cuidando a mi propio hijo.
Esa noche preparé sopa para todos: Mariana, los niños, doña Teresa y Valeria. Nos sentamos juntos alrededor de la mesa improvisada en el pasillo del edificio porque adentro hacía demasiado calor. Entre cucharadas y risas tímidas, sentí por primera vez en mucho tiempo que pertenecía a algún lugar.
Cuando todos se fueron a dormir, me quedé solo en el balcón mirando las luces lejanas de la ciudad. Pensé en Lucía, en lo que pudo haber sido y no fue. Pensé en Mariana y su lucha diaria; en Valeria y su miedo; en mí mismo y mi eterna sensación de estar atrapado entre el deber y el deseo.
Al día siguiente, Lucía vino a buscarme al trabajo. Me miró con reproche pero también con ternura.
—Siempre eliges a los demás antes que a ti mismo, Julián—
No supe qué responderle. Sólo atiné a tomarle la mano.
—¿Y si esta vez eliges quedarte?— preguntó ella.
La miré largo rato. El edificio gris detrás de mí parecía menos opresivo bajo el sol de la mañana. Tal vez quedarse también era una forma de amar.
Esa noche escribí una carta para Lucía:
«Perdóname por no haber ido contigo al mar. Aquí también hay olas: las de la vida diaria, las que nos arrastran pero también nos enseñan a nadar. Quizá algún día podamos huir juntos; por ahora tengo que aprender a quedarme».
A veces me pregunto si vale la pena sacrificar nuestros sueños por los demás o si es posible encontrar un equilibrio entre lo que queremos y lo que nos toca vivir. ¿Ustedes qué harían? ¿Se quedarían o se irían?