Cuando el autobús se detuvo, la vida arrancó de golpe

—¡Abuela, tengo calor! —gritó Emiliano, mientras Valentina, con la cara roja y pegajosa, se aferraba a mi brazo sudoroso.

El autobús chirrió y se detuvo en seco en medio de la carretera. El aire acondicionado murió con un suspiro final. Afuera, el sol de agosto caía como plomo derretido sobre el asfalto. Dentro, los pasajeros comenzaron a murmurar y a agitarse, algunos abanicándose con periódicos viejos, otros lanzando miradas furiosas al chofer.

—¡Esto es una vergüenza! —vociferó una señora con acento costeño—. ¡Siempre lo mismo con estos buses!

Yo intentaba calmar a mis nietos, pero mi propia paciencia estaba al límite. Habíamos pasado la mañana en la parcela, recogiendo mangos y cortando ramas secas. El plan era volver temprano a casa, preparar jugo fresco y ver una película juntos. Pero ahora estábamos atrapados en medio de la nada, rodeados de desconocidos y con el sudor pegándonos la ropa al cuerpo.

Saqué mi celular para avisar a mi hija, Lucía. Apenas marqué su número, sentí esa punzada familiar en el pecho: la culpa. Desde que murió mi esposo, Lucía y yo apenas hablábamos sin discutir. Ella decía que yo era demasiado dura con los niños; yo pensaba que ella era demasiado blanda. Y ahora, aquí estaba yo, responsable de sus hijos y sin poder cumplir ni siquiera con el simple acto de llevarlos sanos y salvos a casa.

—¿Mamá? —contestó Lucía al tercer timbrazo.

—El bus se descompuso —dije, intentando sonar tranquila—. Estamos bien, pero vamos a tardar.

—¿Otra vez? Mamá, ¿por qué no tomaste un taxi? Sabes que Emiliano se desespera con el calor…

Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. ¿Por qué siempre tenía que ser mi culpa?

—No exageres, Lucía. No es para tanto. Los niños están bien conmigo.

—Eso dices tú —respondió ella, cortante—. Pero no eres tú la que tiene que calmarlos cuando llegan llorando a casa.

Colgué antes de decir algo de lo que me arrepintiera. Miré a mis nietos: Emiliano pateaba el asiento de adelante; Valentina lloriqueaba bajito. Me incliné hacia ellos y les susurré:

—Vamos a jugar al silencio. El que aguante más sin hablar, gana un helado cuando lleguemos.

Ellos asintieron, aunque sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.

El chofer salió del bus y abrió el capó. Un grupo de hombres se acercó a mirar, todos opinando al mismo tiempo:

—Eso es la correa del alternador…
—No, es la batería…
—¡Mejor llamen a otro bus!

El calor era insoportable. Una señora mayor se desmayó y tuve que abanicarla con mi sombrero mientras le daba agua de mi botella. Nadie más se acercó a ayudar; todos estaban demasiado ocupados quejándose o mirando sus celulares.

En ese momento sonó mi teléfono otra vez. Era un número desconocido. Dudé antes de contestar.

—¿Aló?

Una voz masculina, temblorosa:

—¿Marta González? Soy Ernesto… tu hermano.

Sentí que el mundo se detenía. Ernesto había desaparecido hacía veinte años, después de una pelea brutal con mi padre por una herencia miserable: un terreno seco en las afueras de Cali. Nadie volvió a saber de él; algunos decían que se había ido a Venezuela, otros que estaba muerto.

—¿Ernesto? ¿Eres tú?

—Sí… estoy en Bogotá. Necesito verte. Es urgente.

El corazón me latía tan fuerte que temí que los niños lo oyeran.

—No puedo ahora… estoy atrapada en un bus con mis nietos…

—Por favor, Marta —suplicó él—. No me queda mucho tiempo.

La llamada se cortó. Me quedé mirando la pantalla del celular como si fuera una bomba a punto de explotar.

Valentina tiró de mi blusa:

—Abuela… ¿estás bien?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de seis años que su abuela acababa de recibir una llamada del fantasma del pasado?

El chofer anunció que otro bus vendría en media hora. Los pasajeros bufaron; algunos bajaron para buscar sombra bajo los árboles raquíticos al borde del camino.

Me senté junto a mis nietos y cerré los ojos. Recordé la última vez que vi a Ernesto: tenía diecisiete años y me juró que nunca volvería a hablarme si yo no lo defendía ante papá. Yo no lo hice. Tenía miedo; siempre tuve miedo de enfrentar a mi padre.

Ahora Ernesto volvía justo cuando mi propia familia estaba hecha trizas: Lucía resentida conmigo; mis nietos atrapados entre dos generaciones incapaces de entenderse; yo sola, sintiéndome cada vez más invisible.

El nuevo bus llegó por fin. Subimos entre empujones y miradas cansadas. Emiliano se durmió en mi regazo; Valentina jugaba con mis dedos callosos.

Al llegar a casa, Lucía nos esperaba en la puerta, brazos cruzados y ceño fruncido.

—¿Están bien? —preguntó sin mirarme directamente.

—Sí —respondí—. Pero necesito hablar contigo.

Entramos al pequeño apartamento donde las paredes parecían encoger cada día más. Senté a los niños frente al televisor y me acerqué a Lucía en la cocina.

—Recibí una llamada… de Ernesto.

Ella abrió los ojos como platos.

—¿Tu hermano? ¿El que desapareció?

Asentí.

—Dice que está enfermo… quiere verme.

Lucía guardó silencio unos segundos antes de responder:

—¿Y qué vas a hacer?

No supe qué decirle. Por un lado, sentía la obligación de ir; por otro, el miedo me paralizaba. ¿Y si todo salía mal? ¿Y si Ernesto solo quería reclamarme por lo que no hice hace veinte años?

Esa noche no pude dormir. Escuchaba la respiración tranquila de mis nietos desde el cuarto contiguo y pensaba en todas las veces que me quedé callada por miedo: ante mi padre autoritario, ante mi esposo infiel, ante mi hija herida.

A la mañana siguiente tomé una decisión. Preparé desayuno para todos y le pedí a Lucía que cuidara a los niños unas horas.

Fui al hospital donde Ernesto me había citado. Cuando lo vi, apenas lo reconocí: estaba delgado, envejecido antes de tiempo, pero sus ojos seguían siendo los mismos.

Nos abrazamos sin palabras; ambos lloramos por todo lo perdido y lo no dicho.

Ernesto me contó su vida: trabajos mal pagados en Caracas, noches sin techo en Bogotá, enfermedades y soledad. Yo le hablé de Lucía, de mis nietos, del miedo constante a repetir los errores del pasado.

Antes de despedirnos, Ernesto me tomó la mano:

—No te guardo rencor, Marta. Todos tenemos miedo alguna vez… pero aún estamos a tiempo de arreglar las cosas.

Volví a casa sintiéndome más ligera y más vieja al mismo tiempo. Lucía me esperaba en la sala; los niños jugaban en el suelo.

Me senté junto a ella y le conté todo lo que había pasado con Ernesto. Por primera vez en años hablamos sin gritos ni reproches; lloramos juntas por las heridas heredadas y prometimos intentar hacerlo mejor para nuestros hijos.

Ahora miro a Emiliano y Valentina dormir abrazados en el sofá y me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos que el miedo decida por nosotros? ¿Cuántas oportunidades dejamos pasar por orgullo o por dolor? Tal vez aún estamos a tiempo de cambiar nuestra historia.