La barrera de la niñera: El dolor de una abuela llamada Victoria
—¿Por qué no puedo cuidar yo a Tomás? —pregunté, mi voz temblando mientras apretaba el teléfono con fuerza. Del otro lado, Nicolás suspiró, como si ya hubiera ensayado la respuesta mil veces.
—Mamá, Mariana y yo creemos que la guardería es lo mejor para él. Aprende a socializar, tiene actividades… Además, sabemos que sigues trabajando con tus clientes y no queremos cargarte más.
Me quedé en silencio. La excusa era perfecta, pero no podía evitar sentirme desplazada. Yo, Victoria Ramírez, que había criado sola a Nicolás después de que su papá nos dejara, que había trabajado de contadora en la municipalidad de Córdoba durante treinta años, ahora era vista como una carga. ¿En qué momento me convertí en una extraña para mi propia familia?
Afuera, el sol de la siesta cordobesa caía a plomo sobre el patio. Me senté en la mecedora y miré las fotos de Tomás pegadas en la heladera: su sonrisa desdentada, sus cachetes colorados. Recordé cuando era bebé y Mariana me lo dejaba mientras iba al médico o a hacer las compras. Yo le cantaba zambas y le enseñaba a decir “abu”. Ahora, todo eso parecía tan lejano.
La primera vez que fui a buscarlo a la guardería, Mariana me miró sorprendida.
—¡Victoria! No hacía falta que vinieras —me dijo, incómoda.
—Quería ver cómo está Tomás —respondí, forzando una sonrisa.
La directora salió y me saludó con formalidad. Vi a Tomás jugando con otros niños, pero cuando me vio, corrió hacia mí gritando “¡Abu!”. Lo abracé fuerte, sintiendo que el mundo volvía a tener sentido por un instante. Pero Mariana se apresuró a llevárselo:
—Tenemos que ir al pediatra —dijo, casi sin mirarme.
Esa noche no pude dormir. Me preguntaba si había hecho algo mal. ¿Había sido demasiado controladora? ¿Demasiado crítica con Mariana? Recordé las veces que le sugerí cómo alimentar a Tomás o cómo ponerle el abrigo. Quizás mi experiencia era vista como intromisión.
Los días pasaron y cada vez veía menos a mi nieto. Nicolás me llamaba de vez en cuando:
—Mamá, ¿cómo estás? ¿Necesitás algo?
Yo respondía siempre lo mismo:
—No te preocupes por mí. Estoy bien.
Pero no estaba bien. Me sentía sola. Mis amigas del club de jubilados tenían nietos que cuidaban todos los días. Ellas compartían fotos en el grupo de WhatsApp: “Hoy cocinando con Sofi”, “Llevando a Mateo al parque”. Yo solo podía mandar corazones y caritas tristes.
Un día, mientras revisaba papeles de un cliente, recibí un mensaje de Mariana: “¿Podés venir mañana a las 7? Tomás está con fiebre y no puede ir a la guardería”. Sentí una mezcla de alegría y ansiedad. Preparé sopa de pollo y busqué los cuentos favoritos de Tomás.
Al día siguiente, llegué temprano. Tomás estaba pálido y decaído. Lo arropé y le canté bajito hasta que se durmió en mis brazos. Mariana me miraba desde la puerta.
—Gracias por venir —dijo en voz baja.
—Siempre voy a estar para él —le respondí.
Durante esas horas sentí que recuperaba algo perdido. Pero cuando Tomás mejoró, volvió a la guardería y yo regresé a mi rutina solitaria.
Empecé a notar que Nicolás evitaba hablar del tema. Una tarde lo enfrenté:
—¿Por qué no confían en mí para cuidar a Tomás?
Nicolás bajó la mirada.
—Mamá… Mariana cree que te metés demasiado en cómo criamos a Tomás. Dice que a veces la hacés sentir insegura.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Era eso? ¿Mi amor se había convertido en una barrera?
Esa noche lloré como hacía años no lloraba. Pensé en mi propia madre, en cómo discutíamos porque ella quería imponer sus costumbres del campo cuando yo criaba a Nicolás en la ciudad. ¿Estaba repitiendo la historia?
Pasaron semanas sin novedades. Un domingo decidí ir al parque donde solían llevar a Tomás. Los vi de lejos: Mariana empujando el cochecito, Nicolás jugando con el nene. Dudé en acercarme, pero algo me impulsó.
—¡Abu! —gritó Tomás al verme.
Mariana sonrió tensa.
—Hola, Victoria —dijo cortésmente.
Me senté junto a ellos y traté de no dar consejos ni opinar sobre nada. Solo escuché las historias de Tomás sobre dinosaurios y lo ayudé a juntar hojas secas. Por primera vez en mucho tiempo sentí que podía ser parte sin invadir.
Esa tarde, al despedirnos, Mariana me abrazó brevemente.
—Gracias por venir —susurró.
Desde entonces trato de encontrar ese delicado equilibrio entre estar presente y no sobrepasar límites. No es fácil. A veces siento que camino sobre vidrio molido: cualquier palabra puede romper la paz frágil que hemos construido.
Hoy sigo trabajando con mis clientes para no sentirme tan sola. Pero cada vez que escucho la risa de Tomás por teléfono o veo una foto suya en el grupo familiar, me pregunto si algún día volveremos a tener ese vínculo especial que sólo una abuela puede entender.
¿Será posible reconstruir lo perdido? ¿O las nuevas formas de criar nos obligan a las abuelas a quedarnos siempre un paso atrás? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?