Esperanza en ruinas: El sueño de nuestro hogar se volvió pesadilla
—¿Y ahora qué vamos a hacer, Julián? —le pregunté con la voz quebrada, mientras sostenía la ecografía entre mis manos temblorosas. El consultorio olía a desinfectante y esperanza, pero en mi pecho solo cabía el miedo. Tenía dieciocho años y un bebé creciendo dentro de mí. Julián, mi novio desde el colegio, me miró con esos ojos grandes y oscuros que siempre me habían hecho sentir segura, pero esa tarde estaban llenos de incertidumbre.
—Vamos a salir adelante, Aly —me dijo, apretando mi mano—. Te lo prometo. Vamos a tener nuestra casa, nuestro espacio… nuestro nido.
Esa promesa fue el motor que nos empujó durante meses. Vivíamos en la casa de mi mamá, en Soacha, con mis dos hermanos menores y mi abuela. El espacio era tan pequeño que a veces sentía que el aire se acababa. Mi mamá, doña Gloria, no dejaba de repetir que éramos unos irresponsables, que traer un niño al mundo sin tener nada era una locura.
—¿Y cómo piensan mantenerlo? ¿Con sueños? —me gritó una noche, mientras yo lloraba en silencio en la cama que compartía con Julián.
Julián trabajaba como ayudante de construcción y yo vendía arepas en la esquina del barrio. Cada moneda que ahorrábamos era para el fondo secreto: la casa propia. Nos imaginábamos un lugar sencillo, pero nuestro, donde nuestro hijo pudiera crecer sin escuchar peleas ni sentir que sobraba.
Un día, Julián llegó emocionado:
—Aly, encontré una oportunidad. Un lote en Ciudad Verde. No es grande, pero podemos empezar ahí.
Fuimos a ver el terreno. Era solo tierra y piedras, pero para nosotros era el paraíso. El vendedor, don Ramiro, nos aseguró que los papeles estaban en regla y que podíamos pagar en cuotas.
—No se preocupen —nos dijo—. Jóvenes como ustedes son el futuro. Yo les ayudo.
Firmamos sin leer mucho. La emoción nos cegó. Pronto empezamos a construir con lo poco que teníamos: paredes de bloque, techo de zinc y una puerta vieja que Julián rescató de una obra.
Pero la felicidad duró poco. Al tercer mes, don Ramiro desapareció. Los vecinos nos advirtieron tarde:
—Ese señor ya ha estafado a varios por aquí.
Intentamos buscarlo, pero nadie sabía nada. Perdimos los ahorros y el terreno quedó en disputa. Volvimos a casa de mi mamá derrotados. Ella no perdió oportunidad para restregarnos el fracaso:
—¿Ven? Por eso les decía que no se apuraran.
La tensión creció. Julián empezó a llegar tarde y cada vez más cansado. Yo sentía que el bebé pateaba fuerte cada noche, como si también protestara por nuestra situación.
Una tarde, escuché a Julián hablando por teléfono en voz baja:
—No puedo más aquí… Sí, te juro que si tuviera otra opción me iría lejos…
Sentí un frío recorrerme la espalda. ¿A quién le hablaba? ¿Pensaba dejarme? La duda me carcomió hasta que lo enfrenté:
—¿Te quieres ir? ¿Me vas a dejar sola con el bebé?
Él me miró con lágrimas en los ojos:
—No es eso, Aly… Es que siento que te estoy fallando. No puedo darte lo que prometí.
Nos abrazamos y lloramos juntos esa noche. Decidimos intentarlo una vez más. Buscamos ayuda en la alcaldía; nos inscribimos en un programa de vivienda para jóvenes familias vulnerables. Las filas eran eternas y los requisitos parecían imposibles: papeles, certificados, cartas de recomendación.
Mientras tanto, mi mamá enfermó. El estrés y la diabetes la tenían postrada en cama. Yo debía cuidar de ella, de mis hermanos y de mi embarazo cada vez más avanzado. Julián perdió su trabajo cuando la constructora cerró por falta de permisos.
El dinero se acabó rápido. Empecé a vender empanadas en la puerta del hospital donde atendían a mi mamá. A veces no vendía nada; otras veces algún médico o enfermera me compraba por lástima.
Una noche, mi hermano menor llegó llorando:
—Alyssa, unos tipos me golpearon por defenderte… Dijeron que eres una carga para todos.
Sentí rabia e impotencia. ¿En qué momento nos convertimos en el problema de todos? ¿Por qué nadie podía entender que solo queríamos una oportunidad?
El parto llegó antes de tiempo. Mi hijo nació prematuro y pasó dos semanas en incubadora. Cada día era una batalla: conseguir pañales donados, leche especial, pagar pasajes para ir al hospital. Julián consiguió trabajo como domiciliario en bicicleta; yo seguía vendiendo lo que podía.
Una tarde lluviosa, mientras esperaba fuera del hospital con mi termo de café frío y las empanadas ya duras, vi a Julián llegar empapado y exhausto.
—No puedo más —me dijo entre sollozos—. Siento que todo lo que hago es inútil.
Lo abracé fuerte. En ese momento entendí que el sueño del hogar propio no era solo una casa: era resistir juntos aunque todo se derrumbara alrededor.
Finalmente, después de meses de trámites y súplicas, nos llamaron del programa de vivienda social. Nos asignaron un pequeño apartamento en un edificio gris al borde de la ciudad. No era lo que soñamos al principio: las paredes eran delgadas como papel y los vecinos peleaban por cualquier cosa. Pero era nuestro espacio.
La primera noche ahí, acostados en un colchón prestado y con nuestro hijo dormido entre nosotros, sentí una mezcla de alivio y tristeza.
—¿Valió la pena todo esto? —le pregunté a Julián en voz baja.
Él me besó la frente:
—Sí… porque estamos juntos.
Hoy miro atrás y me pregunto si alguna vez dejará de doler todo lo que perdimos para llegar aquí. Pero también sé que cada lágrima fue una semilla para este pequeño hogar imperfecto.
¿Ustedes creen que vale la pena luchar tanto por un sueño? ¿O hay momentos en los que es mejor rendirse antes de perderlo todo?