Sombras del pasado: un drama en la puerta de casa
—¿Otra vez llegás tarde, Julián? —La voz de Mariana me atraviesa apenas cruzo la puerta del departamento, en el tercer piso de ese edificio descascarado en Villa Lugano. El olor a sopa recalentada flota en el aire, mezclado con el humo de la avenida y el cansancio de un día más sobreviviendo.
No respondo. Me saco los zapatos con torpeza, intentando no hacer ruido para no despertar a los chicos. Pero ya es tarde: Lautaro, mi hijo mayor, asoma la cabeza desde el pasillo, con los ojos hinchados de sueño y una pregunta muda en la mirada. Mariana me observa desde la cocina, el delantal manchado y las manos temblorosas.
—¿Te dieron algo hoy? —insiste ella, bajando la voz pero sin ocultar la ansiedad. Sé que no pregunta por comida ni por plata. Pregunta por esperanza, por alguna señal de que esta vida va a cambiar.
Me siento en la silla más cercana y dejo caer la mochila. El silencio se instala entre nosotros como un tercer hijo no deseado. Mariana se acerca y me sirve un plato de sopa. La cuchara tiembla en su mano.
—No podés seguir así, Julián —susurra—. No podés seguir escapando del pasado como si nada hubiera pasado.
La miro, cansado. ¿Cómo explicarle que cada vez que cruzo esa puerta siento que traigo conmigo todos los fantasmas de mi infancia? Que cada noche, al volver del trabajo en ese taller mugriento, escucho la voz de mi viejo gritándome desde algún rincón oscuro: «¡No servís para nada!».
—¿Y qué querés que haga? —le respondo, casi sin fuerzas—. ¿Que me siente a llorar? ¿Que me rinda?
Mariana se sienta frente a mí. Sus ojos brillan con lágrimas contenidas.
—Quiero que hablemos, Julián. Que no te encierres más. Que no repitamos lo mismo que hicieron con vos.
Lautaro se acerca despacio y se sienta a mi lado. Tiene apenas ocho años pero ya aprendió a leer los silencios como si fueran palabras escritas en la pared. Le acaricio el pelo y siento una punzada en el pecho: ¿seré capaz de darle algo mejor que lo que tuve yo?
La noche avanza y el barrio se va apagando. Afuera, los gritos lejanos y las sirenas son parte del paisaje. Adentro, Mariana y yo nos miramos como dos desconocidos que comparten una herida vieja.
—¿Te acordás cuando nos conocimos? —me pregunta ella de repente—. Vos decías que ibas a cambiar el mundo.
Me río, amargo.
—El mundo me cambió a mí primero.
Ella sonríe triste y me toma la mano.
—Todavía podemos cambiar algo, aunque sea acá adentro —dice señalando el corazón.
Pero yo no estoy seguro. El miedo a repetir la historia es más fuerte que cualquier promesa. Recuerdo las noches en que mi madre lloraba en silencio mientras mi padre rompía cosas en la cocina. Recuerdo el frío de la calle cuando me escapaba para no escuchar los gritos. Recuerdo jurar que nunca sería como él.
Pero ahora, cada vez que pierdo la paciencia con Lautaro o con Sol, mi hija menor, siento que esa sombra crece dentro mío.
—¿Por qué no buscás ayuda? —insiste Mariana—. Hay grupos en la parroquia, gente que te puede escuchar.
—No quiero que nadie sepa lo que pasa acá —respondo seco—. No quiero ser «el tipo del problema».
Ella suspira y se levanta para lavar los platos. El agua corre y tapa nuestros pensamientos. Lautaro se queda conmigo, dibujando círculos en la mesa con el dedo.
—¿Papá? —me dice bajito—. ¿Vos estás triste?
No sé qué contestarle. ¿Cómo explicarle a un nene todo lo que uno arrastra?
—A veces sí —le digo—. Pero cuando te veo a vos y a tu hermana, se me pasa un poco.
Él sonríe y me abraza fuerte. Siento que por un momento el peso se aligera.
Esa noche duermo poco. Los recuerdos me persiguen: la cara de mi padre borracho, los gritos de mi madre, mi propia voz prometiendo no repetir ese infierno. Pero también veo el rostro de Mariana, su paciencia infinita, su fe en que todo puede mejorar.
Al día siguiente, mientras desayuno con los chicos antes de irme al taller, Mariana me mira con ojos nuevos.
—Hoy hay reunión en la parroquia —me dice—. Si querés, te acompaño.
Dudo unos segundos. Miro a Lautaro y a Sol peleando por el último pedazo de pan y pienso en todo lo que podría perder si no hago algo distinto.
—Está bien —le digo al fin—. Vamos juntos.
Mariana sonríe y me besa la frente. Por primera vez en mucho tiempo siento que tal vez haya una salida.
Mientras camino hacia el trabajo esa mañana, pienso en todas las familias del barrio que viven con sus propios fantasmas. ¿Cuántos padres como yo temen convertirse en aquello que más odiaron? ¿Cuántos hijos esperan un gesto distinto?
¿Será posible romper el ciclo? ¿O estamos condenados a repetir la historia una y otra vez?