Sombras de traición: melodía de un nuevo comienzo
—¿Otra vez vas a salir, Julián? —pregunté, tratando de que mi voz no temblara, aunque sentía el corazón golpearme en la garganta.
Él ni siquiera me miró. Se puso la chaqueta, tomó las llaves y murmuró algo sobre un problema en la oficina. El portazo retumbó en el apartamento como una bofetada. Me quedé sola en la cocina, con el café frío entre las manos y la mirada perdida en la ventana. Afuera, la Ciudad de México seguía rugiendo, indiferente a mi angustia.
No era la primera vez. Desde hace meses, Julián llegaba tarde o simplemente no llegaba. Decía que tenía mucho trabajo en la constructora, que el jefe lo presionaba, que Ernesto —su mejor amigo desde la prepa— necesitaba ayuda con el taller mecánico. Pero yo ya no le creía. Había algo distinto en su voz, en su manera de evitarme la mirada, en cómo se duchaba apenas llegaba y escondía el celular como si fuera un secreto nuclear.
Una noche, mientras doblaba la ropa de nuestros hijos —Valeria y Tomás— escuché su celular vibrar. No suelo revisar sus cosas, pero esa vez no pude evitarlo. El mensaje era de un número guardado como «Mónica Taller». Decía: «¿Vas a venir hoy? Te extraño». Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
No dormí esa noche. Me quedé mirando el techo, repasando cada momento de los últimos meses: las discusiones por tonterías, su falta de interés en los niños, cómo evitaba tocarme. Al día siguiente, cuando Julián llegó a casa oliendo a perfume barato y gasolina, lo enfrenté.
—¿Quién es Mónica? —le solté sin rodeos.
Él se quedó helado. Por un segundo vi miedo en sus ojos, pero enseguida se recompuso.
—Es una clienta del taller. No inventes cosas, Lucía —me dijo, casi riéndose.
Pero yo ya no era la misma ingenua de antes. Le mostré el mensaje. Él se puso rojo y empezó a gritar que estaba cansado de mis celos, que yo lo asfixiaba, que sólo quería ayudar a Ernesto porque el taller iba mal y necesitaban clientes.
Esa noche dormí con Valeria y Tomás. Sentí su respiración tranquila y me pregunté en qué momento mi vida se había convertido en esta pesadilla.
Los días siguientes fueron una tortura. Julián apenas me hablaba. Yo fingía normalidad por los niños, pero por dentro me moría de miedo y rabia. Mi mamá me decía que aguantara, que así son los hombres, que pensara en mis hijos. Pero mi hermana Mariana me animaba a no dejarme humillar.
Un sábado por la tarde, decidí seguirlo. Tomé un taxi y lo vi entrar al taller de Ernesto. Esperé afuera casi una hora hasta que salió una mujer joven, de cabello largo y sonrisa fácil: Mónica. Julián salió detrás de ella y le puso la mano en la cintura. Se besaron rápido antes de subirse a un coche viejo y desaparecer por la avenida.
Sentí náuseas. Lloré ahí mismo, en la banqueta, mientras los autos pasaban y nadie se detenía a mirar a una mujer rota.
Esa noche no pude ocultar más mi dolor. Cuando Julián volvió, lo esperé sentada en la sala.
—Ya sé todo —le dije—. No tienes que mentirme más.
Él bajó la cabeza y por fin confesó. Llevaba meses con Mónica. Decía que se sentía solo, que yo ya no era la misma desde que nacieron los niños, que necesitaba sentirse vivo otra vez.
—¿Y yo? ¿Y tus hijos? ¿No te importamos? —le grité entre lágrimas.
No supo qué responderme. Esa noche dormimos en cuartos separados y al día siguiente él se fue de casa.
Los primeros días fueron un infierno. Valeria preguntaba por su papá; Tomás lloraba por las noches. Yo apenas comía y sentía que me ahogaba en mi propio dolor. Mi mamá insistía en que lo perdonara; Mariana me decía que pensara en mí misma por primera vez.
Una tarde, mientras recogía los juguetes del piso, Valeria se acercó y me abrazó fuerte.
—No llores, mami —me dijo—. Yo te cuido.
En ese momento entendí que tenía que salir adelante por ellos y por mí misma. Busqué trabajo como maestra de primaria y empecé a reconstruir mi vida poco a poco. Hubo días malos: noches de insomnio, llamadas de Julián pidiendo volver, rumores entre vecinos y miradas de lástima en la escuela de los niños.
Pero también hubo días buenos: risas con mis hijos, tardes de juegos en Chapultepec, charlas sinceras con Mariana y hasta una nueva amistad con Andrés, un papá soltero del colegio que entendía mi dolor sin juzgarme.
Julián intentó regresar varias veces. Me prometió cambiar, lloró frente a mí y a los niños, juró que Mónica no significaba nada. Pero yo ya no podía confiar en él. Había aprendido a vivir sola, a valorarme y a entender que merecía algo mejor.
Hoy escribo esto porque quiero recordar todo lo que viví y lo lejos que he llegado. No fue fácil perdonar ni olvidar, pero aprendí a soltar el pasado para abrazar el futuro con esperanza.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven esto en silencio? ¿Cuántas aguantan por miedo o por costumbre? ¿Vale la pena perderse a una misma por salvar algo que ya está roto?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?