Regreso a la tierra: Entre abrazos y silencios
—¿Por qué tardaste tanto, Ernesto? —La voz de mi suegra, Doña Carmen, me recibió antes que cualquier abrazo. Ni siquiera había cruzado el umbral de la casa cuando sentí el peso de su mirada, esa mezcla de reproche y ternura que sólo las madres mexicanas saben usar.
El aire olía a tierra mojada y a tortillas recién hechas. Mis piernas temblaban, no sólo por el cansancio del vuelo desde París, sino por los nervios. Atrás quedaban los meses de trabajo en la construcción, los días grises y fríos, las noches solitarias en un cuarto alquilado. Ahora estaba aquí, en San Miguel del Río, un pueblo perdido entre cerros y maizales, donde cada regreso es una fiesta y una herida.
—¡Papá! —gritó Tadeo, mi hijo menor, corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Lo levanté como si el tiempo no hubiera pasado, aunque ya pesaba más que cuando me fui. Junto a él venía Josefina, mi hija mayor, con una sonrisa tímida y los ojos llenos de preguntas.
Mi esposa, Lucía, salió del corredor con las manos llenas de masa. Me miró de reojo, como si no supiera si abrazarme o reclamarme. Al final, sólo murmuró:
—Bienvenido a casa.
La casa olía a nostalgia. Las paredes seguían igual de agrietadas, pero ahora había fotos nuevas en la sala: Josefina con su diploma de secundaria, Tadeo vestido de charro en la fiesta del pueblo. Me senté en la mesa mientras Doña Carmen servía café de olla y pan dulce.
—¿Y cómo está Francia? —preguntó mi cuñada Maribel, sentándose frente a mí con una sonrisa curiosa.
—Fría… y sola —respondí, evitando su mirada.
El silencio cayó como una losa. Nadie preguntó por el dinero ni por los regalos. Sabían que traía poco. El trabajo se había puesto difícil; la empresa cerró y apenas logré juntar para el boleto de regreso.
Esa noche, mientras todos dormían, salí al patio. Miré las estrellas y pensé en los años perdidos. Recordé la primera vez que me fui: Lucía llorando en la terminal de autobuses, Josefina apenas aprendiendo a caminar, Tadeo aún en pañales. Prometí volver pronto… pero el tiempo se alargó entre promesas rotas y llamadas cada vez más cortas.
Al día siguiente, Doña Carmen me despertó temprano.
—Ven, ayúdame a moler el nixtamal —ordenó sin mirarme.
Me arremangué la camisa y empecé a girar la piedra. El ruido del metate llenaba el aire mientras ella hablaba bajo:
—Lucía ha sido fuerte. Pero no es fácil criar sola a dos hijos…
Sentí un nudo en la garganta. Quise decirle que lo sabía, que cada noche en Francia pensaba en ellos, pero las palabras no salieron.
—¿Y tú? ¿Por qué te fuiste tanto tiempo? —preguntó de pronto Josefina desde la puerta.
Me quedé helado. Su voz era suave pero firme, como si hubiera ensayado esa pregunta mil veces.
—Para darles una vida mejor… —balbuceé.
—¿Y si lo que queríamos era tenerte aquí? —replicó ella antes de irse corriendo al corral.
Me quedé solo con el eco de sus palabras. ¿De qué sirve traer dinero si lo que falta es el abrazo del padre?
Los días pasaron entre reuniones familiares y miradas esquivas. En el pueblo todos sabían que había regresado el «francés», como me decían ahora. Algunos me felicitaban por «triunfar» en el extranjero; otros murmuraban sobre las familias rotas por la migración.
Una tarde, mientras ayudaba a Tadeo con su tarea, escuché a Lucía discutir con Doña Carmen en la cocina:
—No sé si Ernesto podrá adaptarse otra vez… Allá todo es diferente.
—Es su familia —respondió mi suegra—. Pero tiene que ganarse su lugar.
Sentí vergüenza. ¿Acaso ya no era parte de mi propia casa?
Esa noche intenté hablar con Lucía:
—Sé que te fallé…
Ella me miró con ojos cansados:
—No quiero reproches ni promesas vacías. Sólo quiero saber si esta vez te vas a quedar.
No supe qué responderle. El miedo al fracaso me paralizaba. ¿Y si no encontraba trabajo aquí? ¿Y si volvía a irme?
El domingo fuimos a misa juntos por primera vez en años. La gente nos miraba con curiosidad. Al salir, Don Aurelio, el vecino, se acercó:
—Bienvenido de vuelta, Ernesto. Aquí siempre hay trabajo para quien quiere sudar.
Sentí un poco de esperanza. Quizás podría empezar de nuevo.
Esa tarde llevé a mis hijos al río donde jugaba de niño. Tadeo me preguntó:
—¿Te vas a volver a ir?
Lo abracé fuerte:
—No lo sé… Pero quiero intentarlo aquí con ustedes.
Josefina se acercó y me tomó la mano. Por primera vez sentí que podía sanar las heridas del pasado.
Las noches siguientes fueron menos frías. Lucía empezó a hablarme más; Doña Carmen me ofreció un plato extra en la mesa; mis hijos reían conmigo otra vez.
Pero sé que nada será fácil. La vida aquí es dura: el campo no da para mucho y los sueños pesan más cuando uno regresa cargado de culpas y esperanzas rotas.
A veces me pregunto si hice bien en irme o si debí quedarme desde el principio. ¿Cuántos padres como yo han perdido lo más valioso por buscar un futuro mejor lejos de casa?
¿Ustedes qué harían? ¿Vale la pena dejarlo todo por un sueño que puede costar la familia?