El grito ahogado de una madre: La historia de Bárbara y Tomás
—Tomás, ¿eres tú? —mi voz tembló, ahogada por el bullicio de la terminal de buses de Bogotá. El olor a café barato y gasolina me envolvía, pero nada podía distraerme del rostro que tenía frente a mí. Era él, mi hijo, aunque sus ojos se negaban a reconocerme.
Él me miró como si fuera una extraña. —Disculpe, señora —dijo, apartando la mirada y apretando el paso. Sentí un puñal atravesar mi pecho. ¿Cómo podía negarme así? ¿Cómo podía fingir que no me conocía, después de todo lo que hice por él?
Retrocedí unos pasos, tambaleando. Recordé las noches en que cosía uniformes hasta la madrugada para pagarle el colegio privado, los días en que vendía empanadas en la esquina para que nunca le faltara nada. Su padre, Julián, nos había dejado cuando Tomás tenía apenas cinco años. Desde entonces, fui madre y padre, escudo y refugio. Pero ahora, mi propio hijo me negaba en público.
Me senté en una banca fría y sucia, sintiendo el peso de los años y el cansancio acumulado. Las lágrimas me ardían en los ojos, pero no podía llorar ahí, entre desconocidos. Saqué mi celular viejo y marqué su número. Sabía que no contestaría, pero necesitaba intentarlo.
—Tomás, soy yo… tu mamá. Por favor, háblame —susurré al buzón de voz.
La gente pasaba a mi alrededor: vendedores ambulantes, madres con niños pequeños, jóvenes con mochilas llenas de sueños. Yo era solo una sombra más en esa multitud. ¿En qué momento se había roto todo entre nosotros?
La última vez que hablamos fue hace tres años. Él se fue a vivir con su novia, Camila, a un barrio acomodado del norte. Desde entonces, apenas respondía mis mensajes. Yo le pedía que viniera a visitarme a Suba, pero siempre tenía una excusa: el trabajo, la universidad, los amigos. Un día simplemente dejó de contestar.
Mi vecina, doña Rosa, decía que los hijos son prestados y que uno no puede esperar nada a cambio. Pero yo no podía evitar sentirme traicionada. ¿Acaso no merecía al menos una llamada? ¿Un abrazo en Navidad?
Esa noche volví a casa arrastrando los pies. Mi apartamento era pequeño y modesto; las paredes estaban llenas de fotos de Tomás: su primer día de colegio, su graduación del bachillerato, su sonrisa cuando le regalé su primera bicicleta usada. Me senté frente a esas imágenes y hablé con él como si estuviera ahí.
—¿Por qué me haces esto, hijo? ¿Qué te hice para que me odies tanto?
El silencio fue mi única respuesta.
Al día siguiente fui al trabajo como siempre. Limpiaba oficinas en Chapinero; era un empleo duro pero honrado. Mis compañeras hablaban de sus hijos: uno que se fue a España a buscar suerte; otro que se casó con una doctora; otra que estaba embarazada y vivía con la mamá porque el papá del niño desapareció. Todas compartíamos historias de sacrificio y esperanza.
—No te preocupes, Bárbara —me consoló Lucía—. Los hijos a veces se pierden en sus propios problemas. Ya volverá.
Pero yo sabía que algo se había roto entre Tomás y yo. No era solo distancia o falta de tiempo; era algo más profundo: resentimiento, vergüenza tal vez.
Una tarde recibí una llamada inesperada. Era Camila.
—Señora Bárbara… disculpe que la moleste. Tomás está pasando por un momento difícil. Perdió el trabajo y… bueno… está muy estresado.
—¿Y eso justifica que me niegue en la calle? —le respondí con voz quebrada.
Camila guardó silencio unos segundos.
—Él siente que usted espera demasiado de él… Que nunca va a estar a la altura de sus sacrificios.
Me quedé helada. ¿Era eso? ¿Mi amor lo había asfixiado? ¿Mi esfuerzo lo hacía sentir culpable?
Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que le exigí ser el mejor alumno, el mejor hijo, el mejor hombre. Quería protegerlo del mundo cruel, pero tal vez lo presioné demasiado.
Pasaron semanas sin noticias suyas. Un domingo cualquiera decidí ir a buscarlo a su apartamento. Llevé una bolsa con arepas y chocolate caliente; sabía que le gustaban desde niño.
Cuando llegué, Camila abrió la puerta con cara preocupada.
—Él no quiere verte —me dijo en voz baja—. Está muy mal…
La escuché gritarle desde la sala:
—¡Tomás! ¡Es tu mamá! ¡Por favor!
Pero él no salió. Escuché un portazo y luego silencio.
Me senté en las escaleras del edificio y lloré como nunca antes. Sentí rabia, impotencia y una tristeza tan profunda que me dolía respirar.
Los días siguientes fueron una rutina gris: trabajo-casa-trabajo-casa. Mi vida giraba en torno al recuerdo de un hijo ausente.
Un viernes por la tarde recibí una llamada del hospital San Ignacio. Tomás había tenido un accidente en moto; estaba grave.
Corrí como loca por las calles de Bogotá hasta llegar al hospital. Lo encontré inconsciente, lleno de tubos y vendajes. Camila estaba ahí, pálida y temblorosa.
—Lo siento tanto… —me dijo entre sollozos— Él te necesita ahora más que nunca.
Me senté junto a su cama y le tomé la mano fría.
—Aquí estoy, hijo… No importa lo que pase… siempre voy a estar contigo.
Pasaron días enteros antes de que despertara. Cuando por fin abrió los ojos, me miró con lágrimas silenciosas.
—Perdón, mamá… —susurró apenas audible— No supe cómo manejar todo esto… Me sentía tan pequeño frente a tus sacrificios…
Lo abracé fuerte, como cuando era niño y tenía miedo a las tormentas.
Pero la reconciliación fue breve. Tomás sobrevivió al accidente pero quedó con secuelas físicas y emocionales. Se encerró aún más en sí mismo; rechazó terapia y volvió a alejarse de mí poco después del alta médica.
Hoy escribo estas líneas desde mi pequeño apartamento en Suba. Sigo trabajando duro; sigo esperando una llamada suya cada domingo por la tarde. A veces pienso que el amor de madre es un río que nunca deja de fluir aunque nadie lo beba.
¿Será que algún día mi hijo entenderá todo lo que hice por él? ¿O será que los sacrificios maternos están condenados al olvido en este mundo tan apresurado?