¿Cómo es posible que no me veas?
—¿Cómo es posible que no me veas? —me pregunté en silencio, apretando los labios frente al espejo del baño de mujeres. El neón azul del bar se colaba por la rendija de la puerta, tiñendo mi reflejo de un tono casi irreal. Me retocaba el labial rojo intenso, ese que siempre me hacía sentir invencible, mientras mi corazón latía con rabia y ansiedad.
—Verónica, ya llevas diez minutos aquí. ¿Estás bien? —la voz de Camila, mi mejor amiga desde la prepa, me sacó de mi trance.
—Sí, sí… solo necesitaba un respiro. ¿Crees que Santiago ya llegó? —le respondí, intentando sonar casual, aunque ambas sabíamos que era una mentira.
Camila me miró con esa mezcla de ternura y preocupación que solo ella sabe poner. —Amiga, te juro que si ese hombre no te ve hoy, está ciego o es idiota. Mira cómo te ves. —Me sonrió y me tomó la mano—. Vamos, la fiesta apenas empieza.
Salimos del baño y el bullicio de la fiesta nos envolvió como una ola. Era la típica celebración anual de la empresa: luces bajas, música pop en español, mesas llenas de botanas y copas medio vacías. Todos los compañeros estaban ahí: desde Don Ernesto, el jefe de recursos humanos que siempre contaba los mismos chistes malos, hasta Mariana, la nueva practicante que no soltaba el celular ni para bailar.
Pero yo solo tenía ojos para Santiago. Alto, moreno claro, sonrisa fácil y ese aire distraído que lo hacía parecer inalcanzable. Llevaba meses intentando llamar su atención: risas exageradas en las juntas, mensajes casuales en Slack, hasta le llevé café un par de veces fingiendo que era por error.
Y nada. Ni una mirada distinta. Ni un mensaje fuera del horario laboral.
—¿Por qué no me ve? —le susurré a Camila mientras nos acercábamos a la barra.
—Quizá está nervioso. O tal vez… —bajó la voz— tal vez no le interesas así.
Sentí un pinchazo en el pecho. No quería escuchar eso. No esta noche.
La música subió de volumen y alguien gritó: —¡Vamos a bailar!
Camila me empujó suavemente hacia la pista. —¡Vamos! Si no te ve bailando hoy, no te verá nunca.
Me dejé llevar por el ritmo y por el tequila que ya empezaba a hacer efecto. Reía fuerte, movía las caderas con más ganas de lo normal, fingía que no me importaba nada. Pero cada vez que Santiago pasaba cerca, sentía cómo se me apretaba el estómago.
En un momento lo vi hablando con Mariana. Ella reía y le tocaba el brazo. Sentí una punzada de celos tan fuerte que tuve que salir al balcón a tomar aire.
—¿Qué hago mal? —me pregunté en voz baja.
De pronto sentí una mano en el hombro. Era Camila.
—No tienes que hacer nada más. Si no te ve como eres ahora, no vale la pena —me dijo con firmeza.
Pero yo no podía soltar esa idea: ¿cómo podía ser invisible para él?
Volví adentro decidida a intentarlo una vez más. Me acerqué a Santiago cuando fue por otra cerveza.
—Hola, ¿te diviertes? —le pregunté con mi mejor sonrisa.
Él me miró sorprendido, como si apenas se diera cuenta de mi presencia.
—¡Ah! Verónica, sí… está buena la fiesta, ¿no? —respondió distraído.
Sentí cómo se me caía el mundo encima. ¿Eso era todo?
—Sí… está buena —balbuceé y me alejé antes de que viera mis ojos vidriosos.
Me refugié en el baño otra vez. Esta vez no para retocarme el maquillaje, sino para llorar en silencio. Me miré al espejo y vi a una mujer desesperada por ser vista, por ser validada por alguien que ni siquiera se había tomado el tiempo de conocerme realmente.
Recordé todas las veces que mi mamá me decía: “No tienes que rogarle a nadie para que te quiera”. Pero aquí estaba yo, rogando con cada gesto, cada palabra, cada mirada.
Cuando salí del baño, Camila me esperaba afuera con dos vasos de agua.
—Ya basta, Vero —me dijo con voz suave pero firme—. No eres menos porque él no te vea. ¿De verdad quieres seguir gastando tu energía en alguien así?
Me derrumbé en sus brazos y lloré como hacía años no lloraba. Sentí vergüenza, rabia y un cansancio profundo.
La fiesta siguió sin mí. Me senté en una esquina y observé cómo todos bailaban y reían. Santiago ni siquiera notó mi ausencia.
Al final de la noche, Camila me llevó a casa en su Uber y me acompañó hasta la puerta.
—Mañana será otro día —me dijo—. Y tú vales mucho más de lo que crees.
Esa noche no dormí bien. Daba vueltas en la cama pensando en todas las veces que había intentado ser suficiente para alguien más: para mi papá ausente, para los novios que nunca se quedaron, para los jefes exigentes…
Al amanecer entendí algo: tal vez el problema no era Santiago ni ningún otro hombre. Tal vez era yo misma quien necesitaba verme con otros ojos.
Hoy escribo esto porque sé que muchas hemos estado ahí: esperando ser vistas por alguien que no nos merece. Y duele mucho darse cuenta… pero también es liberador.
¿Hasta cuándo vamos a seguir buscando afuera lo que solo podemos darnos nosotras mismas? ¿Cuántas veces más vamos a dejar nuestra autoestima en manos ajenas?