Entre el campo y la sangre: El día que elegí mi destino
—¿Por qué no puedes ser como las demás nueras, Danitza? —La voz de doña Hermelinda retumbó en el salón, justo cuando levantaba su copa para brindar por sus setenta años. Todos los ojos se clavaron en mí, y sentí cómo el calor me subía por el cuello. Anatolio, mi esposo, me apretó la mano bajo la mesa, pero no supe si era apoyo o advertencia.
El salón estaba adornado con flores frescas y globos dorados. Afuera, el sol del mediodía caía sobre los campos de maíz que rodeaban la casa familiar en las afueras de San Juan del Río. Yo había soñado con este día como una oportunidad para acercarme a la familia de Anatolio, pero desde que llegamos sentí que era una extraña en mi propia vida.
—No todas nacimos para quedarnos calladas, suegra —respondí, con la voz temblorosa pero firme. Un murmullo recorrió la mesa. Mi cuñada, Mariana, me miró con esa mezcla de lástima y superioridad que tanto detestaba.
—¿Vas a empezar otra vez con tus ideas de irte al campo? —intervino Anatolio, bajando la voz pero sin ocultar su molestia.
No era la primera vez que discutíamos sobre esto. Desde niña soñé con tener una pequeña casa en el campo, lejos del bullicio y las miradas inquisitivas. Pero para la familia de Anatolio, eso era casi una traición. Ellos vivían todos juntos en esa enorme casa, donde cada decisión pasaba por el filtro de doña Hermelinda.
—No entiendo por qué quieres alejarte —dijo Mariana—. Aquí tienes todo: familia, seguridad, tradición…
—¿Y mi felicidad? —pregunté, casi sin darme cuenta.
El silencio fue tan pesado que sentí que me ahogaba. Mi suegra dejó la copa sobre la mesa con un golpe seco.
—Las mujeres de esta familia siempre han sabido cuál es su lugar —sentenció—. No sé qué te enseñaron en tu casa, Danitza, pero aquí las cosas se hacen diferente.
Recordé a mi madre, allá en el pueblo de Santa Lucía, luchando sola para sacarnos adelante después de que mi padre nos abandonó. Ella siempre me decía: “No vivas la vida de otros, hija. Haz tu propio camino”. Pero aquí, cada paso parecía vigilado y juzgado.
Después del brindis, salí al patio buscando aire. El olor a tierra mojada me trajo recuerdos de mi infancia: correr entre los surcos de frijol, reírme con mis hermanos bajo el sol ardiente. Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué tenía que elegir entre mi sueño y mi matrimonio?
Anatolio me alcanzó afuera. Su rostro estaba tenso.
—¿Por qué tienes que hacer esto hoy? Es el cumpleaños de mi mamá —dijo en voz baja.
—¿Y cuándo es buen momento para hablar de lo que quiero? Siempre es tu mamá, tu familia… ¿y yo?
Me miró con cansancio.
—Tú sabías cómo era esto cuando nos casamos. Aquí las cosas no cambian.
—¿Y si yo quiero cambiar? ¿Si quiero algo diferente?
Se quedó callado. Por un momento pensé que iba a abrazarme, a decirme que juntos podríamos buscar nuestro propio lugar. Pero solo suspiró y volvió adentro.
Me quedé sola bajo el cielo abierto, escuchando los grillos y el murmullo lejano de la fiesta. Pensé en mis sueños: una pequeña huerta, gallinas corriendo libres, noches tranquilas sin peleas ni reproches. ¿Era mucho pedir?
La fiesta siguió como si nada hubiera pasado. Pero yo ya no estaba ahí. Mi mente volaba lejos, imaginando una vida donde pudiera respirar sin miedo a decepcionar a nadie.
Al día siguiente, mientras todos dormían la resaca del festejo, empecé a empacar mis cosas. No tenía un plan claro, solo sabía que no podía seguir viviendo una vida prestada. Cuando Anatolio me vio con la maleta junto a la puerta, su rostro se descompuso.
—¿De verdad vas a hacer esto? ¿Vas a dejarme por un capricho?
—No es un capricho —le dije—. Es lo único que me queda para no perderme a mí misma.
Mi suegra apareció detrás de él, envuelta en su bata de seda.
—Si sales por esa puerta, no vuelvas —dijo fría como el mármol.
La miré a los ojos y sentí lástima. Ella también había sido joven alguna vez; tal vez también soñó con algo diferente antes de resignarse a este destino.
Salí sin mirar atrás. Caminé hasta la estación del autobús con el corazón hecho trizas pero sintiéndome más ligera que nunca. El camino hacia Santa Lucía era largo y polvoriento, pero cada kilómetro me acercaba más a mí misma.
Hoy escribo estas líneas desde mi pequeña casa en el campo. No ha sido fácil: hay días en que extraño a Anatolio y las noches llenas de voces y risas familiares. Pero aquí soy libre. Planto mis propios sueños cada mañana y los riego con esperanza.
A veces me pregunto si fui egoísta o valiente. ¿Cuántas mujeres siguen viviendo vidas ajenas por miedo a decepcionar? ¿Cuántas veces más tendremos que elegir entre lo que amamos y lo que esperan de nosotras?
¿Y tú? ¿Te has atrevido alguna vez a romper con todo por buscar tu propia felicidad?