Milagro Tardío: Entre la Dicha y la Culpa de Ser Padres a los Cuarenta

—¡Valentina, por favor, deja de gritar! —le supliqué mientras el eco de sus berrinches rebotaba en las paredes de nuestro pequeño departamento en Ciudad de México. Eran las siete de la mañana y ya sentía el peso de la culpa aplastándome el pecho. Mi esposo, Mauricio, me miró desde la cocina con esa mezcla de cansancio y resignación que últimamente se había vuelto habitual en su rostro.

Nunca imaginé que la maternidad llegaría tan tarde para mí. Después de años de tratamientos, lágrimas y oraciones a la Virgen de Guadalupe, Valentina llegó como un milagro cuando yo ya tenía cuarenta años y Mauricio cuarenta y cinco. Recuerdo el día en que nos dieron la noticia: lloramos abrazados en la sala del hospital, sintiendo que por fin la vida nos sonreía. Pero nadie te prepara para lo que viene después del milagro.

Al principio, todo era felicidad. Valentina era nuestro sol, nuestra razón para levantarnos cada mañana. Pero conforme fue creciendo, noté que algo no andaba bien. Cada vez que le decíamos «no», armaba un escándalo tan grande que los vecinos golpeaban la pared. Yo, con el corazón hecho trizas, terminaba cediendo: un dulce extra, media hora más de televisión, otro juguete aunque ya tuviera decenas apilados en la sala.

—¿No crees que la estamos consintiendo demasiado? —me preguntó Mauricio una noche mientras recogíamos los juguetes esparcidos por toda la casa.

—¿Y si nunca hubiéramos podido tenerla? —le respondí con voz temblorosa—. No quiero que le falte nada.

Él suspiró y me abrazó. Sabíamos que estábamos caminando por una cuerda floja, pero ¿cómo poner límites cuando sientes que cada día con tu hija es un regalo que podría desaparecer?

Mi mamá, doña Carmen, no tardó en notar lo que pasaba. Un domingo, mientras comíamos mole en su casa, Valentina tiró el plato porque no quería comer verduras.

—¡Ay, hija! —me regañó mi madre—. Así no vas a poder con ella. Los niños necesitan límites, aunque duela.

Sentí una punzada de vergüenza. ¿En qué momento me convertí en esa madre que todos critican? Pero cuando veía a Valentina dormir, tan pequeña y frágil, me prometía a mí misma que haría cualquier cosa por verla feliz.

Los problemas no tardaron en escalar. En la escuela, la maestra me llamó para decirme que Valentina no obedecía instrucciones y se frustraba fácilmente si no conseguía lo que quería. «Es muy inteligente», me dijo la maestra Laura, «pero necesita aprender a esperar y a compartir».

Esa noche lloré en silencio mientras Mauricio dormía. ¿Habíamos arruinado a nuestra hija por amarla demasiado? ¿Era posible querer tanto a alguien que terminaras haciéndole daño?

Las discusiones con Mauricio se volvieron frecuentes. Él quería ser más firme; yo sentía que eso era traicionar todo lo que habíamos soñado durante años de infertilidad.

—No podemos seguir así —me dijo una tarde mientras Valentina hacía berrinche porque no le compramos un helado—. Si no cambiamos, ella va a sufrir mucho cuando crezca.

Me dolió admitirlo, pero tenía razón. Empezamos a poner reglas: horarios para dormir, menos dulces, nada de televisión si no recogía sus juguetes. Al principio fue un infierno: gritos, lágrimas, portazos. Pero poco a poco, Valentina empezó a entender que el amor también significa decir «no».

Un día, después de una tarde difícil, me senté junto a ella en su cama.

—¿Sabes por qué a veces te digo que no? —le pregunté acariciándole el cabello.

—Porque ya no me quieres —me respondió con los ojos llenos de lágrimas.

Sentí que el corazón se me rompía en mil pedazos.

—Te quiero más que a nada en este mundo —le dije—. Por eso te pongo límites. Porque quiero que seas fuerte y feliz, aunque ahora no lo entiendas.

Valentina me abrazó fuerte y lloró en mi pecho. En ese momento supe que estaba haciendo lo correcto, aunque doliera.

Hoy Valentina tiene seis años y cada día es un reto nuevo. A veces recaemos; otras veces logramos mantenernos firmes. Mis amigas del grupo de mamás me dicen que todas batallan con lo mismo, pero yo siento que mi culpa es diferente: viene del miedo a perder lo único que tanto costó conseguir.

A veces me pregunto si otras madres sienten este vacío mezclado con gratitud y temor. Si alguna vez han sentido que el milagro por el que tanto rezaron puede volverse una carga pesada si no aprenden a soltarlo un poco.

¿Ustedes también han sentido miedo de dañar a sus hijos por amarlos demasiado? ¿Cómo aprendieron a poner límites sin sentir que traicionan ese amor tan profundo?