La carta olvidada: una noche de cumpleaños en San Miguel
—¿Por qué llegas tan tarde, Lucía? —La voz de Julián me recibió apenas crucé la puerta, cargada de una mezcla de preocupación y reproche. El olor a arroz con pollo llenaba el pequeño departamento en San Miguel, pero mi ánimo no estaba para celebraciones.
—No empieces, Julián. El tráfico estaba imposible y tuve que quedarme más tiempo en la oficina —respondí, dejando caer la cartera sobre la mesa. Sentí el peso de sus ojos sobre mí, buscando una señal de alegría que no podía fingir.
—Hoy es tu cumpleaños. Pensé que podríamos cenar juntos… —insistió él, con una sonrisa forzada mientras sostenía una vela encendida en una torta improvisada de pan dulce y dulce de leche.
Me quedé en silencio. Cumplía 42 años y me sentía más sola que nunca. La ausencia de mi madre, fallecida hacía dos años, se hacía más fuerte en fechas como esta. Mi hermana menor, Mariana, ni siquiera había llamado. Y mi padre… bueno, él se había ido cuando yo tenía ocho años, dejando tras de sí un vacío y un montón de preguntas sin respuesta.
Julián se acercó y me abrazó por detrás. —Vamos, Lucía. Al menos apaga la vela y pide un deseo.
Cerré los ojos y pedí lo mismo de siempre: paz para mi corazón. Pero cuando abrí los ojos, vi sobre la mesa una carta arrugada, con mi nombre escrito en la letra temblorosa de mi madre.
—¿De dónde sacaste eso? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta.
—Estaba entre tus cosas viejas. La encontré cuando buscaba las velas. No quise abrirla…
Tomé la carta con manos temblorosas. Recordé el día en que mi madre me la entregó, poco antes de morir: “Léela cuando sientas que no puedes más”, me dijo. Pero yo la guardé y nunca tuve el valor de abrirla.
Julián me miraba en silencio. El reloj marcaba las nueve y media. Afuera, los gritos de los vecinos y el sonido lejano de una cumbia se colaban por la ventana abierta. Todo seguía igual allá afuera, pero dentro de mí algo estaba a punto de romperse.
—¿Quieres que te deje sola? —preguntó Julián, bajando la voz.
Negué con la cabeza. Rompí el sobre y desplegué el papel amarillento. La letra de mi madre bailaba entre las líneas:
“Querida Lucía,
Si estás leyendo esto es porque la vida te pesa demasiado. Quiero que sepas que siempre hice lo mejor que pude, aunque sé que cometí errores. No guardes rencor a tu padre; él tenía sus propios fantasmas. No permitas que el pasado te robe la alegría del presente. Perdona, hija. Perdóname también por no haber sido más fuerte.”
Las lágrimas comenzaron a caer sin control. Julián me abrazó fuerte y sentí cómo su camisa se humedecía bajo mi rostro.
—No sabía que todavía te dolía tanto… —susurró él.
—No lo sabes porque nunca hablamos de esto —dije entre sollozos—. Siempre fingimos que todo está bien, pero yo no he podido perdonar a papá ni a mamá… ni a mí misma.
Julián me acarició el cabello en silencio. Por primera vez en años sentí que podía hablar sin miedo.
—¿Por qué Mariana no llamó? —pregunté de pronto, como si necesitara encontrar un culpable para mi tristeza.
—Tal vez también le duele —respondió Julián—. Cada quien lleva su duelo a su manera.
Me levanté y marqué el número de Mariana. Tardó en contestar.
—¿Aló?
—Mariana… soy yo.
Silencio del otro lado.
—Feliz cumpleaños, Lucía —dijo finalmente, con voz apagada.
—¿Por qué no llamaste antes?
—No sabía si querías hablar conmigo… Desde lo de mamá no hemos vuelto a ser las mismas.
Sentí un dolor agudo en el pecho. Recordé las peleas por la herencia, los reproches cruzados en el velorio, las palabras hirientes que nunca debimos decirnos.
—Mariana… perdóname por todo lo que pasó. Hoy encontré una carta de mamá… dice que debemos perdonar y dejar ir el pasado.
Escuché un sollozo al otro lado del teléfono.
—Yo también te extraño, Lucía…
Nos quedamos en silencio largo rato, escuchando nuestras respiraciones entrecortadas.
Esa noche cenamos los tres juntos: Julián, Mariana y yo. No hubo brindis ni risas estruendosas, pero sí miradas sinceras y manos entrelazadas sobre la mesa. Por primera vez sentí que el peso del pasado comenzaba a aligerarse.
Al acostarme, miré al techo oscuro y pensé en mamá, en papá, en todas las cosas que nunca se dijeron en mi familia por miedo o por orgullo. ¿Cuántas cartas olvidadas guardamos en el alma? ¿Cuántos cumpleaños dejamos pasar esperando una llamada o un perdón?
Quizás hoy no fue un cumpleaños feliz como los de antes, pero fue real. Y eso es suficiente para empezar de nuevo.
¿Y tú? ¿Cuántas palabras guardadas tienes aún por decir? ¿Cuántos silencios pesan más que cualquier carta olvidada?