El hogar prestado: una vida entre paredes ajenas
—¿Por qué no te sirves más pastel, Victoria? —me preguntó Helena Antonia, con esa sonrisa que nunca lograba descifrar si era de cortesía o de advertencia.
El salón estaba lleno de risas, copas tintineando y el aroma dulce de las flores frescas. Era el aniversario número setenta de Helena, la matriarca de los Mendoza, y todo el mundo parecía girar a su alrededor. Yo, sentada al borde de la mesa principal, me sentía como una invitada accidental en una obra ajena.
Tadeo, mi esposo, se levantó para dar su discurso. Su voz temblaba apenas, pero nadie lo notó excepto yo. —Mi madre es el corazón de esta familia —dijo—. Gracias a ella, todos tenemos un hogar.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Todos? ¿De verdad todos? Miré a mi alrededor: las primas de Tadeo, sus tíos, los amigos de la infancia. Todos compartían anécdotas, secretos y miradas cómplices. Yo era la única que no tenía historia en esas paredes.
Después del brindis, me acerqué a la ventana para respirar. Afuera, la ciudad de Puebla brillaba con luces lejanas. Recordé mi propio hogar en Veracruz: la casa pequeña donde mi madre me enseñó a bailar danzón y mi padre arreglaba radios viejos. Todo eso parecía tan distante ahora.
—¿Estás bien? —Tadeo apareció detrás de mí, su mano tibia en mi hombro.
—Sí, sólo necesitaba un poco de aire —mentí.
Él sonrió, pero sus ojos evitaban los míos. —Mi mamá quiere que te quedes más tiempo aquí. Dice que eres parte de la familia.
Quise creerle, pero recordé las veces que Helena me había corregido la forma de poner la mesa o cómo debía hablarle a los invitados. Siempre con ese tono dulce que escondía una daga.
La noche avanzó y los invitados comenzaron a irse. Yo ayudaba a recoger los platos cuando escuché a Helena hablando con su hermana en la cocina:
—Victoria es buena muchacha, pero nunca será una Mendoza. No entiende nuestras costumbres.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Quise entrar y gritarle que yo también tenía familia, que también sabía amar y cuidar. Pero me quedé paralizada, apretando una servilleta entre los dedos.
Esa noche, en la habitación de huéspedes —porque nunca dormíamos en la principal cuando visitábamos—, Tadeo intentó abrazarme. Yo me hice pequeña en la orilla de la cama.
—¿Por qué no podemos tener nuestro propio hogar? —le susurré.
—No podemos dejar sola a mi mamá ahora —respondió él, casi como un niño asustado.
Pasaron los meses y cada visita se volvió más pesada. Helena organizaba comidas familiares cada domingo y yo era la encargada de preparar el postre favorito de Tadeo: flan napolitano. Siempre encontraba un defecto: demasiado dulce, muy cuajado, poco elegante para su mesa.
Un día, mientras lavaba los platos, escuché a las primas hablando en el patio:
—Victoria sólo está aquí porque Tadeo no sabe estar solo —dijo una.
—Y porque nadie más lo aguantaría —rió otra.
Me mordí los labios hasta sangrar. Empecé a preguntarme si realmente era yo el problema. Si acaso había algo en mí tan diferente que nunca podría encajar.
Mi madre me llamaba cada semana desde Veracruz:
—¿Cuándo vienes a visitarnos? Tu papá pregunta por ti todos los días.
Yo inventaba excusas: el trabajo de Tadeo, las obligaciones con Helena, el tráfico interminable entre estados. Pero la verdad era que sentía vergüenza de regresar sin haber construido nada propio.
Un domingo cualquiera, después de otra comida tensa, Helena me llamó aparte:
—Victoria, quiero hablar contigo como madre —dijo, con esa voz suave que usaba para dar malas noticias—. Tadeo necesita una mujer fuerte a su lado. Alguien que sepa cuidar este hogar cuando yo ya no esté.
La miré a los ojos y sentí rabia y tristeza mezcladas. —Yo también tengo una familia —le respondí—. Y también sé cuidar un hogar.
Ella suspiró y me acarició el brazo como si fuera una niña perdida. —Pero este no es tu hogar todavía.
Esa noche lloré en silencio mientras Tadeo dormía. Pensé en mi madre, en su fortaleza para criarme sola cuando mi padre enfermó; en cómo nunca permitió que nadie nos hiciera sentir menos por no tener lujos ni apellidos importantes.
Al día siguiente tomé una decisión. Empaqué mis cosas y le dejé una nota a Tadeo:
«Necesito encontrar un lugar donde pueda ser yo misma. Donde no tenga que pedir permiso para existir. Te amo, pero no puedo seguir viviendo en un hogar prestado.»
Tomé el primer autobús a Veracruz. Mi madre me recibió con los brazos abiertos y lágrimas en los ojos.
—Siempre tendrás un lugar aquí —me dijo—. No necesitas demostrarle nada a nadie.
Los días pasaron y poco a poco recuperé mi alegría. Volví a bailar danzón con mi papá en el patio y a preparar café con pan dulce para mis vecinos. Aprendí que pertenecer no es cuestión de apellidos ni de costumbres heredadas; es cuestión de amor y respeto mutuo.
Tadeo me llamó varias veces, pero no contesté al principio. Cuando finalmente lo hice, le dije:
—No puedo volver mientras no entiendas que también merezco un hogar propio.
Él lloró al teléfono y prometió cambiar, pero yo sabía que ese cambio debía empezar por él mismo.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres viven en casas ajenas sintiéndose extranjeras? ¿Cuántos hogares son sólo paredes si no hay amor verdadero?
¿Ustedes qué harían? ¿Se quedarían luchando por un lugar o buscarían su propio hogar aunque duela?